Ya se ha dicho: las redes sociales han destronado los antiguos privilegios de la fotografía. Democratización, sí, pero en primerísimo lugar, democratización del cliché. Desde el comienzo, la fotografía alteró nuestras nociones acerca de qué valía la pena mirar y qué teníamos derecho a observar (Sontag dixit). Pero eso fue antes de Flickr e Instagram, asesinatos blandos de la fotografía como arte elitista. Hoy el poder del cliché fotográfico no emana tanto de la mirada manipulada sino del podio que la galería —o la prensa— le conceden a esa mirada. En la abigarrada narrativa visual que desde esas elevaciones consagra a La Habana como la ciudad más fotogénica de América Latina pueden distinguirse, con facilidad, tres estereotipos. Sumados, vendrían a ser algo así como la mirada turística por excelencia de la ciudad que ahora celebra con fuegos más que artificiales sus 500 años:
El paraíso sexual
La cubana, se sabe, es la perla (negra) del Edén. Y La Habana sigue siendo epítome de sensualidad tropical. Lo dicen todos los folletos, y mil anuncios que juegan a mezclar el sexo con el deporte de aventura. El mejor análisis del tema está en Plataforma, la novela de Michel Houellebecq. El cliché cotidiano se desarrolla en numerosas narrativas callejeras, que van desde un fotorreportaje sobre las jineteras hasta la mirada pedófila que se recrea en una multitud de pequeñas lolitas con pañoleta. Yo sólo puedo imaginar el placer que puede provocarle a un turista capitalista follarse a una lolita comunista. Pero que a Cuba se va a templar lo sabe todo el mundo, y sobre todo, las agencias de viaje. Hay una abundante producción visual, más o menos descarnada, que se acerca a ese significado promocional. La consagración de este estereotipo puede alcanzar también momentos depuradísimos, que se convierten en arte justo cuando rozan la inutilidad de un silencioso soft porno mezclado con la Nubia de Leni Riefenstahl. Tal sería el caso de las fotos de Thierry Le Gouès, recogidas en su libro Superfinos Popular, donde la promesa del sexo en cuarterías de Centro Habana se eleva, silenciosamente, a la categoría de deporte africano. Para el que lo prefiera, están los sudorosos boxeadores de otro catálogo: Havana Boxing Club. No por gusto, Thierry ha hecho, también, una espectacular campaña con atletas negros para Nike.
El museo de los 50
Como un museo de los años 50, donde sólo dejaran entrar a canadienses veinteañeros. Un set. Un mundo en cámara lenta, bañado por una luz artificial, que evoca un dramatismo imposible. El pionerito que juega entre coches de los 50 nunca ha visto coches de los 50 sino “almendrones”. Y las citas de Our man in Havana son recuerdos inventados para ese dandy impostado que todos los becarios de Ceiba Uno llevamos dentro. Un buen ejemplo de esta confusión son dos series de Philip Lorca DiCorcia que maravillaron a la crítica neoyorkina: aquella titulada “Two hours”, por ejemplo, donde una calle habanera quedaba paralizada durante dos horas, o la fallida “Cuba Libre”, concebida para la revista W. (marzo del 2000), donde en intenso contraste con la libreta del MINCIN, La Habana se convertía en escenario davidlyncheano para confecciones de alta costura (Giorgio Armandi, Nina Ricci o Calvin Klein, entre otros) bajo el lema: “Havana was once a nightclub hotspot. These days, it’s the perfect backdrop for sober day clothes or racy little evening looks. Think brief, briefer, briefest.” Todo esto, hay que reconocerlo, fue mejor que el desfile de Chanel por el Paseo del Prado.
El paisaje post-apocalíptico
Havana (2001) de Robert Polidori, claro, y los males asociados. ¿Se acuerdan de aquella división que hacía la Sontag entre fotógrafos “científicos”, dedicados a fríos inventarios, y fotógrafos “moralistas”, consagrados en exclusiva a los “casos difíciles”? Polidori la superó. Su catálogo de las ruinas habaneras tiene una frialdad versallesca que siempre me ha parecido profundamente aburrida. “Bueno —se dirá—, se trata de la belleza de lo que está desapareciendo”. Pues no: sus fotos son jirones pintarrajeados de algo que desapareció hace mucho, y en los cuales se intenta insuflar artificialmente un aire de grandeza perdida. No es el miserable que custodia un tesoro porque ya no hay tesoro, más allá de una nostalgia que Polidori no consigue sentir —ni trasmitir. (Ni siquiera son imágenes originales: Michael Eastman, heredero de Evans, es mucho mejor a la hora de fotografiar esta hipotética vanishing Havana).
Las postales de Polidori no tienen ni las virtudes del conocimiento minucioso ni las del azar revelador. Son vistas fijas de una catástrofe social disfrazada de metafísica urbana. Y así como sus fotografías de la tragedia del huracán Katrina—ya lo dijo Kimmelman en su momento—, tienen más de esteticismo que de indagación moral (y por eso han podido ser usadas en campañas publicitarias sin mayores problemas de conciencia), sus visiones de una Habana en ruinas incitan a confundir la colección de pecios con el retrato del tiempo detenido.
Estos tres paradigmas, que tal vez enumero con demasiada rapidez, no son los únicos aunque sí los más evidentes lastres de una mirada turística que ha masacrado La Habana durante los últimos 20 años. Suelen ir asociados, o mejor, gustan de aparearse obscenamente. Pero de vez en cuando, cuando me meto en Flickr y busco "La Habana", me doy cuenta de que su imperio visivo tiene los días contados. ¿Cómo podría lo turístico como estética sobrevivir a la avalancha de verdaderos turistas, todos armados con cámaras digitales? Y no es sólo porque ya cualquiera pueda citar los clichés (y en la fotografía, como en cualquier cubículo del Arte, la proliferación de imitaciones desgasta irremediablemente el prestigio del original) sino porque la proliferación de fotógrafos espontáneos y el uso extendido de las nuevas tecnologías ha empezado a formar, lenta pero inexorablemente, otra mirada: una auténtica ficción urbana que por un lado redefine la experiencia ordinaria y por otro nos regala a veces la bendición de la originalidad.