Esta semana asistí a un interesante debate virtual sobre la libertad de movimiento entre Cuba y EE. UU. Los participantes, todos con alto nivel de formación intelectual, mantuvieron un diálogo respetuoso. El debate se centró en el tema de los vetos impuestos, bajo la categoría de regulados, a diferentes ciudadanos cubanos. El consenso, que nunca anuló el disenso, coincidía en que se trataba de una violación de los derechos de sus compatriotas.
En medio del intercambio, dos colegas de la isla, afines a la postura del gobierno, acudieron a una serie de recursos —legalistas y retóricos— para evitar pronunciarse de modo categórico sobre lo que el resto de los concurrentes reconocían. Incluso, en uno de los casos, se intentó comparar la naturaleza de las regulaciones con las trabas que la política de EE. UU. impone a sus ciudadanos deseosos de viajar a la isla.
El hecho me recordó un incidente vivido hace algunos meses. Encontrándonos en una estancia académica en Francia, mi esposa y yo fuimos invitados como ponentes a cierta universidad de provincia. El foro versaba sobre los cambios constitucionales en Cuba. El programa incluía la presencia de dos colegas de la Universidad de la Habana, cuyo trabajo referimos en nuestras investigaciones. Mi compañera estaba particularmente contenta por reencontrar a una de las profesoras preferidas de sus tiempos universitarios.
Para nuestra (amarga) sorpresa, en la cena inaugural nos informaron que los colegas no vendrían. Porque, “alguien” les había dicho que "no podían ir a un evento donde se hablara mal de la Revolución". Conocedores del intercambio provechoso que algún burócrata frustró y del daño que ese veto implicaba para la economía doméstica de aquellos profesores, el asunto nos pareció lamentable.
Ambas situaciones revelan un rasgo especialmente nefasto del sistema vigente. Ni siquiera académicos bien formados —por demás, adultos responsables— tienen la posibilidad de defender, por cuenta propia, el orden al que están afiliados.
Si, además, estos colegas deben acudir a sofismas para no reconocer que los fundamentos de ese orden son insostenibles desde los estándares políticos y normativos formalmente reconocidos en buena parte del mundo —incluidos los Pactos de Derechos Humanos de la ONU— el tema adquiere un viso trágico. Porque el temor y la mentira no son buenos compañeros para la labor intelectual. Mucho menos para aquella que se reclama “revolucionaria” y practicante del “pensamiento crítico”.
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La raíz en el modelo
El problema de fondo es sistémico. En el (post)totalitarismo, que no es una autocracia tradicional, donde subsisten núcleos de pluralismo social distintivos, casi nadie posee, incluso dentro del oficialismo, autonomía para hacer o decir lo que desean. Apenas un grupo de jerarcas imponen y modifican, a capricho y sin fundamentos legales, científicos y éticos, las pautas de comportamiento en los diversos campos del quehacer social e intelectual.
Solo muy selectos y vigilados analistas, algunos de ellos cooperantes de los órganos de inteligencia y propaganda estatales, obtienen el aval para simular el debate, para imitar la indagación política, para realizar estancias en las codiciadas instituciones académicas de las sociedades abiertas. Allí pueden acceder a la información y los recursos de toda índole que les permiten formarse mejor como global scholars. Incorporando, epidérmicamente, la identidad de sus pares de Princenton, la Libre de Berlín o Sciences Po.
¿Cómo puede un “intelectual militante”, un “hombre del Proceso”, perseguir la realización académica en el “decadente capitalismo”, en lugar de hacerlo en las instituciones amigas de Pyongyang, Harare o Minsk? Luego, si persiste en tal ejercicio ¿no sería más coherente que el disfrute de las posibilidades de libre investigación y discusión implicaran cierta reciprocidad cuando se enfrenta a los colegas que no comparten sus opiniones? ¿Por qué no extender a otras personas y pensamientos, la libertad de indagación y el reconocimiento en el diálogo que les ha sido dispensado, previamente, a ellos?
Estoy seguro de que, si dependiera de ellos, si su vida transcurriera ajena a una censura capaz de pulverizar en un instante la totalidad de una paciente carrera, la reciprocidad intelectual democrática sería la pauta de buena parte de ellos. Pero también es claro que, al optar por la sumisión al Estado, los privilegiados sacrifican la autonomía innata a la condición humana, en aras de la estabilidad personal y la carrera política. Una opción a la que muchos de nosotros, de haber permanecido allí, probablemente nos habríamos acomodado. Pero de la cual, por azar o decisión, nos escapamos.
Empero, con quienes vale la pena contrastar la condición de las mentes cautivas es con la existencia de quienes, compartiendo su mismo aire dentro de la Matrix, eligen otra actitud y destino. Cuando se aprecia la obra de quienes sostienen allí una labor intelectual diferente, la condescendencia se atenúa. Los ejemplos están a la vista. Todas las semanas, la esfera pública cubana produce debates, parciales, reprimidos y fragmentados, pero auténticos, sobre los problemas de la nación.
En diversas ramas de las ciencias sociales, diferentes investigadores proponen soluciones a la crisis del modelo económico, la creciente desigualdad y los vetos a la participación popular. Sin inmolarse como mártires, pero tampoco sin maquillar el estancamiento y la censura, esas actitudes existen. Son la semilla de una academia viva y una sociedad libre.
Una solución conservadora
Hace dos meses terminé un curso sobre política rusa, con la Universidad estatal de San Petersburgo. Los profesores, de diversa edad y formación, tendían a considerar legítimo el tipo de régimen imperante en la Rusia actual, así como su conductor, el presidente Vladimir Putin. No obstante, las divergencias de enfoques eran visibles tanto en la clasificación como en la crítica a problemas vigentes.
El autoritarismo político, la corrupción administrativa, los déficits de desarrollo y el legado burocrático en la cultura y organización cívicas, fueron temas discutidos en las clases por los docentes y estudiantes. Nadie pretendió hablar en nombre de Lenin y los bolcheviques en defensa del Estado ruso. Nadie invocó los “grandes ideales de Octubre” para justificar al “putinismo”.
Al repasar todos estos eventos, vuelvo sobre una vieja idea. En Cuba, el oficialismo —si quiere ser algo más que un conglomerado de actores e intereses “extractivos”, que sobrevive con rendimientos decrecientes en la economía, la cultura y la política— necesita una reforma intelectual sustantiva y urgente. Tanto o más necesaria que en otros segmentos de la sociedad.
Una reforma que sincere los fundamentos epistemológicos, programáticos y operativos de su accionar y deje claras las coordenadas del debate posible para su modelo deseable. La modernización autoritaria, y no la revolución social o la transición democrática, exhibiría su verdadera naturaleza, afín al diseño globalizado del Nuevo Despotismo. La acumulación neocapitalista podría prescindir de las rémoras justicieras de lo que alguna vez fue una Revolución.
Si la élite política e intelectual cubana asumiera una doctrina como la del putinismo, habría dado un salto notable respecto a su disfuncional e hipócrita marxismo-leninismo actual. De hacerlo, los burócratas abrazarían el conservadurismo como ideología rectora de su cosmovisión, en lugar de insistir en calificarse como impulsores de un orden revolucionario. Al incorporar la noción de autocracia y poder vertical, podría despojarse de esa palabrería hueca sobre la democracia socialista y el Poder Popular, ajena a la realidad.
Tanto los “burósofos” —esa mezcla gris de censor y propagandista— cómo los académicos mejor (in)formados del oficialismo, la pasarían mejor si pudiesen sostener en los foros internacionales la ideología conservadora. Lo harían muy seguramente en Moscú y Pekín, aunque también en alguna que otra universidad occidental, aclarando a la audiencia que nociones como Derechos Humanos o libertad de cátedra no tienen cabida en unas ciencias políticas y jurídicas aferradas al más crudo realismo hobbesiano.
Al sustituir a Carlos Marx por Carl Schmitt, aparecerían teóricamente más coherentes que en su desorientación actual. Y serían, paradójicamente, un poco más libres dentro del tipo de poder al que eligieron servir.
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Recomendaciones de lectura del autor
Richard C. Longworth, Putinism: The New Russian Ideology, The Chicago Council on Global Affairs, 2016.
M. Steven Fish, Vladimir Kara-Murza, Leon Aron, Lilia Shevtsova, Vladislav Inozemtsev, Graeme Robertson y Samuel Greene, What Is Putinism?, Journal of Democracy, 2017.
Brian D. Taylor, The Code of Putinism, PONARS Eurasia, 2015.
Konstantin Gaaze, The True Nature of Putinism, The Moscow Times, 21 de Octubre de 2019.
Anne Applebaum, Putinism: The Ideology, The London School of Economics and Political Sciences, 2020.
Aron Acemoglu y James A. Robinson, Por qué fracasan los países: Los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza, Deusto, 2012.
John Keane, The New Despotism, Harvard University Press, Cambridge, 2020.