Te has pasado 60 largos años diciendo Sí.
Al principio no podías (o no debías) decir otra cosa, porque todo tenía una especie de orden que parecía lógico y natural: estaban desmontando una dictadura.
Pero, con ese pretexto, comenzaron también a desmontar un país. Empezaron con su pasado y no te preguntaron si Sí o si No. Se tomaron la atribución de meterte el miedo en los huesos, porque ese pasado te había esclavizado. Y ya era un poco peligroso hasta dudar o decir “Déjame valorarlo”.
De manera que el Poder pensó que ya tenía tu anuencia, y todo lo que vino luego no era Sí, sino Sí porque sí, y los porque sí traen su violencia añadida. No sacan sangre, casi no duelen, pero es violencia al fin, ya que dieron por hecho que tú estarías de acuerdo. Pues quien no estaba de acuerdo se tenía que marchar del país (de su país) o era puesto a buen recaudo (mira que decir que estar preso es estar a buen recaudo).
Y más adelante, después de muchos Sí sobrentendidos, ya no querías, o no tenías valor de decir No, porque iban a pensar que habías dejado de ser confiable, y la casa, el trabajo, la escuela, el barrio (la viejita que no te quitaba ojo de encima)
Así estuviste años, casi siglos, sin saber de tus tíos y tus primos, de tus abuelos o padres.
También llegó un momento en el que el Sí era ya casi automático. Ni siquiera en la Asamblea Nacional, esa opereta, alguien levantaba la mano para el No, o se abstenía. Porque el No era traición, y abstenerse, una abyección.
Y decir Sí, o asentir, o estar de acuerdo, se convirtió en una máscara, una armadura, una manera de protegerte y proteger a los tuyos, porque por dentro iba un No que no te cabía en el cuerpo. Y cuando decías Sí, casi por costumbre, también mirabas a los lados para ver si te habían creído o alguien comenzaba a sospechar, a ver la punta del No en tus pupilas.
Y entonces tú y tus hijos se dejaron llevar por la corriente, la del Golfo, o la corriente interior, esa que hace que “todo te resbale”, que no te importen Martí, el país, los ideales. Estás viendo la misma puerta descascarada, el techo que amenaza con caerte encima, las pilas del agua cerradas para siempre y ese camión cisterna que no llega.
Pero déjame decirte algo interesante: ha llegado el momento en que tienes que pensártelo bien.
Decir Sí a esta altura del juego, aunque hayan cambiado al pitcher, es seguir en lo mismo, eternamente en lo mismo. Porque ya no te crees el cuento del bloqueo, ni que un día el malecón estará lleno de Marines.
Los que mandan, tendrán de todo y tú estarás esperando que venga el pan, un pan de calidad o cualquier pan. Y va a continuar la gotera de tu cuarto, o te saldrán lágrimas de emoción cuando el estado decida otorgarte un huevo más en la cuota.
¿Quieres que todo siga siendo igual? Ya no le tienes miedo al pasado, y te aterra pensar en el futuro. Y sabes bien, muy bien, que el presente es horroroso por culpa de los mismos que están planificando el día de mañana. Ese terrible día de mañana.
Y tu puerta va a seguir despintada, chirriando porque no tienes dónde comprar aceite para las bisagras. Y el techo te va a quitar el sueño para siempre, pues el día que consigas materiales vas a tener la casa llena de inspectores y policías (esos seres extraños que detestas) averiguando dónde los conseguiste, si son robados o con qué dinero los obtuviste, porque claro, con tu salario…
El Sí a esta hora es ponerle más hierros a la celda, más candados a tu vida, más sogas a la horca. Fíjate que ellos tienen miedo al No.
Si ese documento por el que tienes que votar fuera bueno, fuera inclusivo, fuera progresista, no les quitaría el sueño que tú dijeras que No.
Recuerda que en Cuba hubo una gran Constitución en 1940. Pero esta de ahora certifica que tendrás un Partido, el comunista, para siempre, llevando las riendas de esa mueca que siguen llamando país.
Es como cuando te casas por la iglesia, si dices Sí, será para toda la vida. O hasta que la muerte los separe. Tu muerte.
Di, por una vez, por primera vez, que No. Y siéntete persona.