De niño se creía Goya. Su escuela fueron Los girasoles de Van Gogh y Retrato del doctor Gachet, hallados en el basurero en una revista. Pero la realidad confiscó sus sueños y hoy José Díaz Santa Cruz solo pinta anuncios de cafeterías y pequeños cuadros que vende barato.
Vive a la orilla del mar, en Jaimanitas. A los seis años vio morir a su padre en la sala de su casa por ingestión de alcohol de madera, un hecho que marcó su vida.
“En la escuela siempre me destaqué en dibujo. Mis dibujos llenaban la escuela, pero nunca pude matricular en San Alejandro, que era solo para hijos escogidos de la élite y mi familia siempre fue una muerta de hambre. Dejé la escuela en octavo grado y me encerré en mi cuarto, a pintar. Por esos días ya bosquejaba en mi mente mi obra de vida, la que me llevaría finalmente al Louvre: ‘Dios barriendo la calle’, donde la figura del ‘altísimo’ respondía a muchas interrogantes y enigmas tanto de Cuba como del mundo. Pero la pintura es de todas las artes la más cara. Hice bocetos en cartulina y papel, a carboncillo, pues no tenía dinero para comprar lienzos, ni óleos y mucho menos linaza, ni trementina”, cuenta Díaz Santa Cruz a ADN CUBA.
A José el servicio militar se lo llevó como un torbellino. Fueron años de muchos problemas de familiares y el agobio de la infantería, pero nunca se apartó del arte.
“Cada vez que tenía un tiempo libre me colaba en la biblioteca a estudiar catálogos de los grandes pintores que soñaba con igualar. Mucho Rembrandt y Rubens, demasiado Da Vinci y un poco de Juan Gris. Cuando encontraba un cartón hacía mis pininos. A lápiz o a carboncillo, que era lo más barato”.
Al terminar el servicio militar José Díaz Santa Cruz se sintió listo para conquistar el mundo. Ahora a Dios barriendo la calle se le unía La partición del mundo, el doblete que lo llevaría hasta las paredes del Louvre.
“En Cuba la cosa se ponía cada día peor. Más cara la tela, desaparecido el óleo, imposible la madera para los bastidores y nada de grampas. La presidenta del CDR vigilaba a todos los jóvenes del barrio que no trabajaban, sobre todo a los que tuvieran inclinaciones artísticas. Un día me vio recogiendo en el basurero maderas, clavos y tornillos, y se olió en el subconsciente que estaba buscando materiales para una salida ilegal.
“Yo daba vueltas al atardecer por la playa, para observar las tonalidades del agua, la iridiscencia de los peces, sobre todo la gama de matices del crepúsculo y así gané la conjunción de colores que me caracteriza, pero ella informó que el lugar escogido para la salida era la mismísima playa de Jaimanitas, así testificó en el juicio, donde me echaron cuatro años por Intento de salida ilegal, sin encontrar en mi casas ni una balsa o una brújula que me inculpara. Era los años 80, en aquella época hasta Dios estaba prohibido en Cuba y hallaron en mi cuarto montado en el caballete aquel inmenso cuadro con la figura de Dios y su rostro de ojos iracundos y la gran escoba que era como un rayo y toda la basura de los siglos lista para echar en un agujero infernal por donde asomaba el asombro y la falacia del anticristo; en fin, se llevaron el cuadro que no vi más nunca y cargaron con todo el instrumental que con tanto trabajo había adquirido para realizar mi pintura”.
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José recuerda que lo sacaron esposado de su casa como un rufián, fue subido con violencia a una patrulla y desde entonces considerado un parasito de la sociedad.
“Yo, que soñaba con colgar mis cuadros en el museo del Louvre, pasé cuatro años en un cubículo que era una letrina en el Combinado del Este, por gusto. Ahora sobrevivo con los encargos que me hacen los dueños de las cafeterías particulares, y cuando reúno algo de dinero, pinto una marina o un paisaje, pero mi obra cumbre, ‘Dios barriendo la calle’, creo que nunca llegará al Louvre. Han privado a la humanidad de esa pintura. Qué lástima”, se lamenta.
El símbolo de Jaimanitas fue durante mucho tiempo una inmensa aguja de abanico, pintada por José en la pared de una casa enclavada en la entrada del pueblo.
El emblemático pescador Hortensio Villa, conocido popularmente como “Chichi”, confiesa:
“Todos adorábamos aquella aguja, que era un castero azul en pleno salto, con todos los colores y atributos de un marlín macho de las profundidades del golfo, y era nuestro símbolo, pero en 2008 sin consultar con nadie y por iniciativa del Poder Popular, lo quitaron y en su lugar pusieron una pequeña cherna de ojos entornados, de Fuster, que es un tracatán del gobierno y nosotros no lo consideramos símbolo ninguno, solo una afrenta a nuestra historia como pescadores”.
Este hecho sumió al pintor José Díaz Santa Cruz en una profunda depresión y se entregó a la bebida. Hoy se ríe de sus sueños.
“No eran más que eso, sueños, pero quién duda que si hubiera nacido en una familia rica, o de comunistas, y si no me hubiesen involucrado en una salida ilegal, hubiera pintado aquella obra, donde Dios se indigna y de una vez por todas limpia toda la inmundicia. En los detalles del cuadro se explica cómo se formó realmente el mundo, dónde, cómo, cuándo y por qué…”.