Relato de Cuatro Caminos, contado por Pepe Segundo, caballero de la Orden del Puré de Tomate

¡Oh, hijo mío! He de contarte una página gloriosa de mi vida, por si la coyuntura nos borra la memoria.
Las huestes de Pepe Segundo cargan contra la policía
 

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¡Oh, hijo mío! He de contarte una página gloriosa de mi vida, por si la coyuntura nos borra la memoria.

Tu padre, Pepe Segundo, el zapatero, hijo de Roberto, vendedor de guarapo, nieto de Juan el destripador, por su mocha salvaje en catorce zafras azucareras, bisnieto de Pepe Primero, capitán del Ejército Mambí a las órdenes del inmortal Quintín Banderas, que bebía aguardiente en el cráneo de los Panchos, tataranieto de Calixto, cimarrón invisible que recibió el apodo de “Can-ibal” porque se comió diez de los doce perros con los que el mayoral Barba Roja quería darle captura.   

Yo, tu padre, zapatero humilde, estuve en la sangrienta batalla de Cuatro Caminos. Espero que este testimonio quede para las generaciones venideras.

¡Hijo mío! Ese día la isla amaneció como de costumbre, los ancianos hacían colas para el pan, el león del zoológico se despertó un poco más flaco, el periódico decía que se había sobrecumplido el plan en la recogida de papas, los pioneros en las escuelas gritaban “Seremos como el Che”, los reyes de España se habían largado por fin con su perorata de la democracia, y “el puesto a dedo” desayunaba feliz porque ya no tenía que usar la faja para esconder su barriga ante la monarquía española.

El mundo volvía a ser perfecto. Es más, por el buen comportamiento de los plebeyos, durante la estancia de sus majestades Felipe VI y Leticia, iban a inaugurar el mercado de Cuatro Caminos. Nadie podía imaginar los terribles acontecimientos que estaban a punto de ocurrir.

El pueblo llano se aglomeró frente al mercado. Nos unía el sudor y los sueños. Cuatro Caminos prometía comida y bebida en abundancia. ¡Pero la vida no es tan sencilla! Entre nosotros y aquellos manjares se interponía un ejército de policías que nos miraban con cara de orcos, a pesar de que tenían tanta hambre como nosotros. Y además estaban los precios. Los precios nos miraban con cara de burla y le sacaban la lengua a nuestros ahorros. 

En ese momento, todos comprendimos algo. Éramos nosotros los que habíamos sufrido vandalismo. Vandalismo por parte de la policía, del puesto a dedo. Nos miramos a los ojos y una chispa fue corriendo de mirada en mirada. Decidimos darles de probar una cucharada de su propia medicina. El “¡a degüello!” vino de nuestros estómagos. Nos sonaron las tripas y lo sentimos como una señal. Con las bolsas en alto, gritamos: ¡A la carga!

¡Oh hijo mío! No eres capaz de imaginar lo hermoso que cruje un policía cuando lo pisas para alcanzar una lata de carne. La puerta que rompimos fue por atreverse a reflejarnos. Ella tan limpia, tan nueva, tan de cristal, y nosotros tan flacos, tan con ojeras. Mañana, los verdaderos vándalos dirán las mentiras de siempre en sus periódicos y canales de televisión. ¡Pero no importa! Los que estuvimos ahí, sabemos la verdad.

La batalla fue memorable. En el fragor del combate, bebimos cerveza para reactivar nuestros sentidos, algunos volvieron a descubrir el sabor del chocolate, otros miraban con dudas una fruta llamada melocotón. Por encima de las cabezas, volaban pechugas de pollo, rollos de papel sanitario, desodorantes y tubos de pasta.

Salimos de allí cansados y adoloridos. Nuestras extremidades chorreaban puré de tomate. Pero lo cierto es que ese día, hijo mío, comiste mejor que los reyes de España: arroz y potaje de frijoles colorados con chorizo, bistec uruguayo, tostones de plátano macho y un helado de chocolate con galletas Oreo.

 

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