Hialeah está que arde. Los reguetoneros cubanos, esos que viven entre dos aguas, siempre tan ajenos a la política, cuestionan ahora una decisión eminentemente política que tiene su raíz en lo moral, cuando el alcalde de la ciudad, Carlos Hernández, canceló la participación de varios artistas provenientes de la isla en el concierto para celebrar el Día de la Independencia, el 4 de julio, tras “haber consultado a personas de una “fuerza política inigualable”.
Tal decisión parece secundar que “la Comisión de Miami, aprobó una resolución que le pide al Congreso de Estados Unidos la promulgación de una ley en contra del intercambio cultural con Cuba. Específicamente la legislación permitiría a los gobiernos estatales y locales prohibir la contratación de artistas apoyados por el gobierno de la isla”.
Algunos artistas han puesto el grito en el cielo. El gobierno cubano no ha tardado en lanzar lastimeros lamentos en su sempiterno papel de víctima. La emigración cubana y los cubanos de la isla tienen opiniones divididas y, en ocasiones, el debate se hace intenso, visceral, y llega a extremos. Pero se olvida una verdad: no se puede cantar en las celebraciones del july four y también en las del 26 de julio.
El puente que Barack Obama tendió a la dictadura, aprobada por algunos, rechazada por otros, pretendía cambiar las reglas del juego. La dictadura se asustó porque le quitaban pretextos para seguir enardeciendo al pueblo combatiente. Suponía el fin de una guerra que se había cobrado víctimas mortales y otras, no tan mortales, pero a quienes les fue arrebatado un país por la fuerza. El exilio cubano supo fundar, a sólo 90 millas, un lugar próspero donde darle sentido a su vida.
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Miami se convirtió desde entonces, obsesión de la cúpula gobernante de Cuba. Fidel Castro inventó una frase que caló entre la izquierda mundial con aquello de “la mafia de Miami”, que recuerda que el ladrón piensa que todos son como él. Miami fue su espina, la insultó, la demonizó, la descalificó, la convirtió virtualmente en la cloaca de todos los males terrenales, sabiendo que echaba lodo sobre el lugar donde vivía la familia de quienes habían quedado en la isla. Y de pronto, por obra y gracia de una política de acercamiento, Miami fue el destino deseado de algunos creadores y otros, más que creadores, creedores. Y apareció el negocio.
Una ola de promotores, empresarios y avispados representantes de artistas comenzaron a traer a los Estados Unidos a jóvenes reguetoneros que les garantizaban un lleno total en los locales que regenteaban, aprovechando las facilidades de viaje que les daba el tan mal interpretado “intercambio cultural”. No sólo porque son exponentes de un género musical con tantas carencias artísticas, sino precisamente por sus otras posturas: esta hornada de cubanos sabían cantarle lo mismo a la dictadura que a sus víctimas. Y eso colmó la copa.
Se han llegado a esgrimir argumentos tan extremos como que el intercambio ha facilitado “la penetración cultural”, usando el mismo lenguaje que usó el gobierno cubano para cerrar la isla al mundo. Se puede hablar, en este caso, de penetración, pero es un insulto a la inteligencia decirle cultural. Cierto es que no vinieron en masa discípulos de Mozart, pero algunos dignos exponentes sí pudieron actuar ante un auditorio que extraña sus raíces, con lo que vino el otro negocio: la nostalgia.
Lo que sucede es que, más allá de simpatizantes o detractores de Obama, el intercambio cultural fue mal interpretado y equivocadamente utilizado. No era de esperar que de pronto una dictadura que hizo emigrar a Willy Chirino, Gloria Estefan, Amaury Gutiérrez y otros, y que vetó sus canciones en Cuba, aplaudiera la idea de que regresaran vencedores a cantarle a su pueblo. Dudo mucho que ellos quisieran hacerlo, más allá de la poca o nula remuneración, por la dignidad de no aceptar que los gobernantes de la isla impusieran sus reglas.
Y de eso se trata, de dignidad. El apaleado no debiera ir a cantar a la casa de quien lo apaleó con saña. Insulta que esos supuestos músicos quieran estar con Dios y con el Diablo, sin hacer distinciones. El intercambio cultural no debió ser utilizado tampoco a modo de premio, aceptando a quien se enfrente al castrismo, pero no puedes ser mudo en un sitio y ladrar de alegría en el otro lado.
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O dicho con palabras de un periodista amigo: la gran mayoría de quienes han usado la posibilidad del intercambio –que asemeja la ley del embudo, según otros- “han evitado cualquier alusión política en sus entrevistas y conciertos, amedrentados y para no perder sus escasos privilegios, que los hacen sentir por encima de sus hermanos empobrecidos por la dictadura comunista que les tapa la boca”.
Importa la sensatez y la lógica. Si vas al sitio donde viven las víctimas no debes ser amigo de los victimarios. Es, para poner un ejemplo simple y doloroso, como si a una comunidad hebrea a alguien se le ocurra llevar a tocar una orquesta de nazis. Demasiado dolor hay en el corazón de este mundo como para hacerlo sangrar por gusto o por dinero.
Y otra cosa que aún no todos han entendido: nadie puede pagarle a quienes acepten, explícitamente o con silencio cómplice, una dictadura que dividió a la familia cubana y que tanto hizo y hace sufrir a los hijos de la isla, con el dinero de los contribuyentes de este país que nos acogió. Es legalmente reprobable y moralmente inadmisible.
Al final, desgraciadamente, triunfa la guerra entre cubanos. Y uno sospecha que siempre fue esa la intención de la dictadura, socavar el intercambio y de paso, dinamitar la ley de ajuste, que fue un logro del exilio.
Un chiste gráfico que he visto recientemente tiene la foto de Groucho Marx pensativo. Es como si viéramos un pensamiento del humorista. Dice: “Tanta cosa antigua que se pone de moda, que sería bueno que volvieran la ética, la vergüenza, la inteligencia y la honestidad”.
Así que, bajanda la culturanda, se acabó el querer. Y más que el querer, el ceder y permitir impunidad. La cultura sirve para el entendimiento de los pueblos. Pero en el caso cubano, sabiendo quién maneja, dirige y decide en la cultura, no había entendimiento posible. Y menos pagándolo con el esfuerzo de nuestro trabajo. Ni siquiera se puede decir que “fue lindo mientras duró”.