Acerquémonos a la cifra más elocuente: pueblan el planeta unos seis mil millones de habitantes, de los cuales, grosso modo, un veinte por ciento pudiera clasificarse como “rico”, pues produce, posee o consume el ochenta por ciento de la riqueza que genera nuestra especie.
Naturalmente, pobreza y riqueza son siempre medidas relativas. Sabemos que República Dominicana y Haití son desconsoladoramente pobres porque contrastamos esas sociedades con la belga o la danesa. Pero si un cacataclismo bíblico borrara de la faz de la tierra a todos los países ―y con ellos su memoria― menos a los habitantes de esa hermosa isla antillana, veríamos cómo los dominicanos, cuando compararan su nivel de vida con el de sus vecinos haitianos, súbitamente se habrían convertido en un pueblo “rico”.
También resulta un tanto arbitrario hablar de la pobreza y el atraso de ―por ejemplo― los brasileros comparados con los suizos. Depende de cuáles brasileros y cuáles suizos, pues la clase alta de Brasil tiene formas de vida prácticamente similares a las que exhibe la clase alta suiza. Donde se encuentran las diferencias abismales es en los niveles sociales bajos. Un suizo “pobre” es una especie de Creso cuando se le compara al habitante de una favela brasilera, y la distancia que lo separa de un suizo rico no es tan radicalmente desproporcionada. Ambos suizos ―los ricos y los pobres― comparten los dones de la luz eléctrica, el agua potable, alimentos nutritivos, suficiente abrigo, acceso a la educación, a la sanidad y al amparo de la ley y a la protección de las fuerzas públicas. Un brasilero pobre carece de todo eso, a lo que se suma un agravante númerico: menos del diez por ciento de los suizos puede considerarse “pobre”, mientras la mitad de los brasileros vive en una atroz miseria.
Dentro de cada nación, incluidas las muy pobres, esa diferencia entre los que todo lo tienen y los que casi nada poseen vuelve a reproducirse, aunque es probable que las proporciones varíen. En Bangladesh o en Mali el porcentaje de ricos o de niveles sociales altos debe estar bastante por debajo del cinco por ciento de la población. En general, mientras más miserable es una sociedad, mayores son las diferencias que se observan entre la cúpula y la base. En todo caso, el consenso más amplio es que esas diferencias son contrarias a nuestros valores morales y enemigas de nuestro orden social. De ellas ―se nos ha dicho incontables veces―, al margen de lacerar nuestra sensibilidad, surgen las protestas, las revoluciones y los más graves conflictos. En mil oportunidades nos han contado la historia de la pobre María Antonieta, esposa de Luis XVI, ciega y sorda ante la miseria de los franceses, a quien le intrigaba por qué sus compatriotas no comían tortas ante la ausencia de pan que llevarse a la boca. Y en esa estúpida duda se supone que está la explicación final de la revolución francesa y de todas las revoluciones contemporáneas: la atrofia moral de una clase que no percibe la “injusticia social” y no es, por tanto, capaz de calibrar correctamente el inmenso peligro que se cierne sobre ella.
El origen de esas diferencias
Sin embargo, es probable que las diferencias de riquezas que se poseen formen parte del orden natural de las cosas y sean, en gran medida, una consecuencia de la diversidad que prevalece entre las personas que componen la especie. Y ni siquiera se trata de un fenómeno moderno o contemporáneo. Por lo que sabemos de las culturas primitivas, parece que el “jefe” o el “uno” de los cazadores satisfacía sus necesidades primero que los que le seguían, tal y como se observa en muchos mamíferos depredadores. El acceso a la “propiedad” ―acaso un ciervo destripado a pedradas― estaba sometido a una rígida jerarquía que se establecía por métodos violentos o por gestos simbólicos que presagiaban una feroz represalia contra el que no se sometiera a la ley del más fuerte.
¿Había “ricos” y “pobres” en aquel mundo primitivo que deambulaba por las sabanas o se escondía en el sofocante calor de las selvas? Por supuesto: las diferencias entre las personas generaban diferencias en los grados de acceso a la riqueza. La mayor cantidad de proteína, las hembras más atractivas, las pieles más cálidas para cubrirse o las mejores cuevas para guarecerse generalmente eran posesión de los mejor dotados. El más tenaz y resistente perseguía a su presa por más tiempo hasta que la alcanzaba. El más inteligente en la colocación de trampas cobraba las mejores piezas. El más alto y fuerte utilizaba lanzas más largas y arcos más grandes y tensos, como han demostrado los yacimientos de armas arrojadizas pertenecientes al paleolítico, o como se comprueba hoy mismo entre los escasos pueblos que todavía reproducen esas antiguas formas de precaria convivencia.
Naturalmente, entonces como ahora el grado de riqueza es siempre el resultado de una comparación que no siempre es fácilmente perceptible el para el ojo poco educado. Un observador sin adiestramiento que se interne en la selva amazónica tenderá a creer que “todos los indios tienen el mismo nivel de vida”, hasta que poco a poco descubrirá las diferencias y privilegios que separan a los guerreros de los chamanes, a los hombres de las mujeres o a los jóvenes de los ancianos. Diferencias que casi invariablemente se traducen en el acceso a los bienes de consumo, incluidos los adornos y las marcas corporales que señalan la estratificación social imperante.
¿Había entre estos remotos abuelos nuestros algo parecido a la “justicia social”? No exactamente. Existían formas de jerarquizada colaboración y algo muy borroso y discutible a lo que pudiéramos llamar “instinto familiar de protección”, pero entre los humanos parece que el surgimiento de la compasión y la caridad fueron una consecuencia de la aparición de excedentes alimentarios tras el desarrollo de la agricultura y de la técnica de conservación de los animales muertos. Aprender a cultivar lentejas o a salar las carnes permitió un salto ético cualitativo en nuestra especie. Ya se podía ser “bueno” con el extraño sin esperar nada a cambio porque existían bienes disponibles para ello. Durante milenios, antes de existir esta forma de acumulación, nuestra hambreada raza humana no pudo ejercer la caridad.
Estas observaciones contienen algunos elementos que conviene retener en forma casi de silogismo: la primera, aceptar, humildemente, que en nuestro origen como especie existían unas constatables diferencias físicas (fuerza, estatura), mentales (inteligencia) y sicológicas (tenacidad, arrojo), que marcaban el destino económico de hombres y mujeres; la segunda, que de esas diferencias se deriva el mecanismo íntimo del progreso (los que cazaban en exceso aprendieron a conservar los alimentos; los más inteligentes, metódicos y observadores fueron capaces de desarrollar la agricultura); la tercera, que de esas diferencias surgió una forma de acumulación que hizo posible el mejoramiento moral de la especie. En un mundo en el que todas las criaturas fueran iguales y tuvieran igual acceso a los bienes materiales, probablemente no existirían ni el cambio físico ni el espiritual porque difícilmente se hubiera rebasado el umbral de la subsistencia. El cambio es el producto de las diferencias entre las personas y de las consecuentes diferencias en los resultados de su esfuerzo por prevalecer.
Lo anterior contradice totalmente la afirmación de Marx y Engels. Según estos hoy vapuleados filósofos, precedidos en su error por Rousseau, el mundo primitivo, compuesto de bípedos bondadosos e iguales, comenzó a corromperse con la aparición artificial de la propiedad, hipótesis, como queda dicho, desmentida por la antropología más solvente. Sucede a la inversa: el bicho humano, criatura ensamblada en estructuras jerárquicas e instintivamente territorial, descubre la dimensión ética como resultado de unas desigualdades que hacen posible el surgimiento de actitudes compasivas. Antes de la aparición de la propiedad todo era selva y mera supervivencia. Las diferencias y la propiedad dieron lugar a los excedentes. Y sin excedentes la bondad y la compasión, sencillamente, no eran posibles.
Justicia social y compasión
Es importante destacar, no obstante, que hay una clara diferencia entre los sentimientos compasivos y la noción de justicia social. Todas las sociedades que han contado con excedentes han practicado alguna forma de caridad con los hambrientos, las viudas, los huérfanos y los enfermos, especialmente si pertenecían a la misma tribu. El cristianismo, aunque tiene su origen en una abstrusa disputa teológica dentro de las sinagogas hebreas ―Jesús, para los sacerdotes del Sanedrín, era un hereje―, adquiere todo su prestigio e influencia como una organización asistencial al servicio de los desvalidos. De ahí que el Jesús que trasciende no es el que rechazaba ciertos comportamientos y creencias de los rabinos ortodoxos, sino el que cura ciegos y leprosos, multiplica los panes y los peces y conforta a quienes sufren, camino que, según los cristianos, conduce a la salvación del alma.
Christopher Dawson, el gran historiador católico, ha subrayado la importancia tremenda que para el desarrollo del cristianismo tuvo el hecho de que muchos de los obispos primitivos se convirtieran en “tribunos de la plebe” dentro de la estructura administrativa del imperio romano, así como el posterior rol de la red de monasterios e instituciones religiosas que sistemáticamente ejercían la caridad. La “sopa boba”, que llega prácticamente a nuestros días, completaba el sentido de la Iglesia. Había una visión en forma de verdad revelada ―Cristo era el Hijo de Dios―, y a él se llegaba mediante el tezaz desempeño de una misión: socorrer a los necesitados.
Sin embargo, ese asistencialismo no es, en realidad, una expresión de lo que hoy llamamos “justicia social”, pues no hay implícito en él la noción del derecho. En el Nuevo Testamento se conmina a dar de comer al hambriento o de beber al sediento, no porque así lo decían las leyes de los hombres, sino porque ése era el comportamiento por el que se llegaba a Dios. Para seguir a Cristo en su apostolado convenía abandonarlo todo y prescindir de los bienes materiales, pero esa dejación se hacía por razones espirituales. Finalmente, en la afirmación “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” quedaba muy claro que el papel de la Iglesia podía ser ayudar a los menesterosos a superar sus aflicciones, pero no redistribuir los bienes materiales de una manera más equitativa. Esa noción surgió muchos siglos más tarde.
En efecto: esa idea, la del derecho a la distribución equitativa de los bienes materiales, no compareció hasta fines del siglo XVIII, cuando, de la mano del pensamiento liberal, aunque sin éste proponérselo, se produjo en dos etapas la mayor revolución en la historia de las relaciones políticas: la primera, el surgimiento de un Estado de Derecho regulado por normas constitucionales que delimitaban la autoridad del gobierno; y, la segunda, el trasvase de la soberanía y control de la cosa pública de manos del monarca a las de una mayoría libremente seleccionada por procedimientos democráticos. A partir de ese momento, lenta e imperfectamente, es cuando los gobiernos dejan de mandar y comienzan a obedecer lo que dicen las leyes y lo que decide el pueblo. Y es ahí, en ese exacto punto de la historia, cuando la noción de “justicia social” como derecho de las gentes, a veces reclamado con violencia, comienza a arraigar.
Igualitarismo contra liberalismo
Curiosamente, la primera idea de la justicia social no vino como consecuencia de una inducción positiva ―”debemos repartir equitativamente las riquezas porque eso es lo moralmente aconsejable”―, sino como una deducción negativa afianzada tras la revolución francesa a fines del XVIII: si se descartaba el origen divino de la monarquía, hasta entonces fuente de la legitimidad de los reyes, y si, como resultado de esto, la nobleza ya no era merecedora de privilegios, los poderosos no tenían derecho a unas riquezas que seguramente habían robado al pueblo, ergo era justo privarlos de esos bienes, a lo que agregaban la cabeza en la que colocaban sus incómodas y poco higiénicas pelucas.
Es a partir de estos hechos que el socialismo comienza a cobrar vida como una forma de racionalización de lo que ya estaba sucediendo. Los sans culotte, los pobres que se rebelaban contra los ricos, necesitaban una hipótesis para poder explicar algo que hasta entonces no había sido cuestionado: la supuesta inmoralidad que entrañaban las diferencias de riqueza entre las personas. Marx y su familia ideológica aportan esa necesitada explicación: las diferencias de riqueza y posición, alegan, no se deben a diferencias entre las personas, sino al injusto régimen de propiedad privada hasta entonces prevaleciente. Una vez abolido, la sociedad entrará en una arcangélica etapa de amor, desinterés y colaboración. Será la era gloriosa de una humanidad igualitaria, sin clases, habitante de un paraíso en el que ni siquiera habrá gobierno, jueces o leyes, pues el comportamiento de las personas resultará espontánea y naturalmente ejemplar.
Para los liberales el planteamiento socialista contenía tres elementos absolutamente contrarios a su esencia doctrinal. El primero de ellos era la supersticiosa idea, tomada de Hegel, de que la humanidad se desplazaba en una dirección histórica más o menos lineal que los marxistas creían haber descifrado. El segundo, el ataque a la propiedad privada. Para los liberales, poder poseer los frutos del trabajo no sólo era un derecho inalienable, sino constituía la mejor garantía contra la tiranía. Y el tercero, era el de la búsqueda de la igualdad. ¿Cómo y por qué buscar la igualdad si comenzábamos por admitir y hasta celebrar la desigual naturaleza entre todas las personas? Igualdad de derechos ante la ley, sí; igualdad de oportunidades para procurar el bienestar propio, también. Pero igualdad impuesta en los resultados obtenidos, no, pues eso conspiraba contra la esencia misma de las personas y hasta del progreso colectivo.
Había, sin embargo, en las ideas y en el método democrático impulsado por los liberales una innegable pulsión hacia cierta forma de igualitarismo que terminó por cambiar el mapa político del planeta. Si la mayoría debía tomar las decisiones, y la mayoría era pobre, era natural que los gobiernos que elegía, o los gobiernos que asumían esta filosofía, adoptaran medidas redistributivas que favorecieran a los más necesitados a expensas de los que más bienes poseían. Es así como en el siglo XIX se abre paso el Estado Benefactor o “burocracia renana” creado en Alemania por Bismarck; y es así como en la misma época comienza a surgir el sistema sanitario público en Inglaterra, o como la siempre antiliberal Iglesia Católica, no sin grandes contradicciones, inicia mediante encíclicas papales lo que enseguida se conoce como Doctrina Social de la Iglesia (DSI). En la era democrática, conseguida por el esfuerzo de los liberales, era necesario lograr el favor de las mayorías y eso sólo podía ser posible si se cortejaba su respaldo mediante la asignación de recursos públicos obtenidos de bolsillos ajenos.
Crisis del igualitarismo
Paradójicamente, esta tendencia igualitaria y redistributiva, ya fuera en la suave variante socialdemocrática, en las dictaduras fascistas o en la implacable versión estalinista de los países gobernados por el modelo soviético, arrolló y desplazó casi totalmente al pensamiento liberal, especialmente a partir de la Primera Guerra mundial, y se enseñoreó en el planeta a lo largo del siglo XX. Sin embargo, tras todo este largo periodo de experimentación, hoy parece estar en crisis.
No es una casualidad, una moda pasajera o un capricho que en el mundo entero se hable de reducir las atribuciones del Estado y se limiten las tareas del gobierno, al tiempo que se intenta devolver a los ciudadanos la responsabilidad de cuidar de su salud, adquirir la mejor educación posible y forjar libremente su destino. Curiosamente, este bandazo a estribor, después de más de cien años de navegar en dirección contraria, es también la decisión democrática de unas mayorías que, en algunos países, a trances y barrancas retoman el ideario liberal ante la fatiga de las medidas socialistas, igualitarias y redistributivas.
Tampoco esto quiere decir que las ideas que le dieron vida al Estado Benefactor o que generaron eso a lo que se llama “conciencia social” o “justicia social” hayan fracasado, sino que agotaron su ciclo, quizás porque tuvieron cierto éxito relativo. En rigor, contribuyeron a crear grandes sectores sociales medios, y cuando esas mayoritarias clases medias de los países desarrollados tuvieron que enfrentarse con la creciente factura del casi siempre ineficaz y a veces corrupto welfare state, decidieron que era el momento de poner el acento en las responsabilidades individuales en detrimento de los supuestos y a veces impagables derechos sociales.
En cierta forma, la elección de Reagan o de Margaret Thatcher, incluso la de un Tony Blair que ha abjurado de la tradición fabiana y socialista del laborismo británico, de un Bill Clinton que sin ningún pudor se apoderó del discurso republicano, o de George W. Bush que continuó en la misma senda, constituían clásicas decisiones basadas en la identificación de una conveniencia económica en beneficio del elector: ya no suele ser demasiado popular el político que promete más justicia social, es decir, más redistribución de la riqueza existente ―entre otras razones, porque la mayoría de los electores son los poseedores de esta riqueza―, sino el que dice saber cómo crear más riqueza y promete no castigar con impuestos excesivos a quien lleve a cabo esa labor. Es decir: también, en ciertas sociedades, se acabó la nefasta era en que se censuraba moralmente la acumulación de capital. Bill Gates, tal vez el hombre más rico del mundo, como ha hecho su dinero limpiamente y sin burlar las reglas de juego, es, simultáneamente, uno de los más populares.
La tarea de los liberales
Bien: damos por sentado que el siglo XXI recientemente iniciado surge bajo la advocación del pensamiento liberal, pero en América Latina continúa siendo cierto el dato estremecedor con que comienzan estos papeles: la mitad de los latinoamericanos están situados bajo la línea de la pobreza ¿tienen algún mensaje para ellos los liberales? ¿Cómo pueden vincularse estas desgraciadas muchedumbres a una tendencia política que no predica la igualdad, porque no cree en ella, y que no centra su mensaje en la llamada solidaridad social, sino en el fortalecimiento de las libertades civiles y económicas? Incluso, ¿cómo pueden los liberales persuadir a sus históricos simpatizantes naturals ―pequeños empresarios, profesionales, intelectuales, artistas, funcionarios― de la necesidad de hacer un ingente y costoso esfuerzo para sacar de la pobreza a tantos millones de personas terriblemente necesitadas, sin incurrir en el ya superado y fracasado discurso socialista sin fabricar otro plagado de promesas demagógicas?
A los pobres, como escribió el liberal Ludwig Erhard, autor de una exitosa reforma económica en Alemania que sus enemigos hoy calificarían de “neoliberal”, hay que convencerlos de que la fórmula probadamente eficaz para acabar con la pobreza o para mitigar sus efectos más perniciosos no es repartir la tarta existente, sino lograr una tarta más grande. Es decir, crear las condiciones para que de forma ininterrumpida se genere más riqueza, y se ahorre e invierta más, ampliando paulatinamente el círculo del desarrollo.
Los liberales, como demostró Erhard, saben llevar a cabo estos “milagros”, precisamente porque no se trata de ningún extraño prodigio, sino de la puesta en práctica de ciertas medidas de gobierno o “políticas públicas”, como hoy se dice recurriendo a anglicismos, sumadas a un principio general: la libertad económica, la competencia y las fronteras abiertas favorecen la “optimización” de los recursos, la formación de capital y el progresivo incremento de la riqueza colectiva. Esta es la vía de la prosperidad económica y los liberales conocen el trayecto mejor que nadie.
En cuanto a los sectores socioeconómicos medios y altos, el mensaje liberal puede ser de otra índole: a nadie le conviene la existencia de esa terrible masa de personas desposeídas e ignorantes. Hay que ayudarlas a salir de la miseria a la mayor brevedad porque ―seamos o no creyentes― forma parte de nuestra tradición cristiana la convicción de que debemos prestarle apoyo a quien legítimamente lo necesita. Pero, al margen de esa válida urgencia de carácter moral, existe el aún más contundente argumento económico. Veámoslo con algún detenimiento.
Toda persona mínimamente enterada de las realidades comerciales sabe que existe una relación directa entre el tamaño potencial del mercado y las posibilidades de crecimiento empresarial. A cualquier fabricante de bienes o a cualquier suministrador de servicios le conviene que su mercado aumente de volumen. En rigor, el cacareado marketing no es más que la dudosa “ciencia” que indica cómo multiplicar el número de los posibles clientes. De manera que la conclusión es obvia: a la clase empresarial latinoamericana le resultaría extremadamente conveniente que su mercado pudiera duplicarse, fenómeno que podría tener lugar si se consiguiera acabar con la pobreza o, al menos, reducirla sustancialmente.
En ese sentido el caso chileno es ejemplar. En pocos años las medidas liberales adoptadas en ese país han hecho disminuir de forma notable el número de personas consideradas pobres. De un 40% se ha reducido al 20%, y el pronóstico es que en la próxima década sea menos del 10. Sin duda esta reducción de la miseria ha sido, en primer lugar, una bendición para quienes la padecían, pero tampoco debe ignorarse que el conjunto de los ciudadanos se ha beneficiado notablemente. Esos millones de chilenos que hoy consumen bienes y servicios que antes les estaban vedados contribuyen al bienestar de todos. Sacarlos de la pobreza ha sigo un excelente negocio para todos los chilenos.
¿Cómo se saca de la pobreza a estas masas? La educación es el camino más corto, aunque no el único, con especial énfasis en la educación de las mujeres ―el personaje más frágil y crítico de esta inmensa tragedia― y hay que comenzar a pensar que los recursos que se dedican a la educación no son un “gasto” en el que incurre la sociedad, sino una inversión que acabará produciendo dividendos.
Ese es el mensaje de los liberales en el siglo XXI: nosotros sabemos cómo se crea la riqueza. Nosotros sabemos cómo y por qué nos conviene terminar con la pobreza. Ahora nos queda la tarea de esparcir por el mundo nuestra buena nueva frente al tenaz discurso de quienes aborrecen las libertades.