Hace dos años, no se podía levantar de la cama. Se pasaba horas sin moverse, sin poder divertirse con sus hijos, delante de la televisión y jugando a videojuegos para matar el tiempo. El simple hecho de volver a tener una vida medianamente normal ya suponía toda una gesta. Ayer confirmó que los milagros existen ganando el Masters de Augusta. Tiger Woods (California, 1975) ha sido capaz de volver a superar los límites humanos, dejando atrás sus problemas de espalda, y firmar un triunfo que quedará para siempre en los anales del deporte como una de esas gestas que se recuerdan para siempre.
Fue una jornada histórica en el Augusta National coronada de la mejor manera para un público entregado, que acabó coreando el nombre de Tiger en el green del 18 cuando se consumó su triunfo. El californiano explotó de rabia, brazos en alto, y esbozó una sonrisa que tardará semanas en desaparecer de su rostro. “No sé qué hice después de meter el último putt, sólo sé que grité y levanté la mirada para buscar a Joey –su caddie–”, confesaba afónico, segundos antes de recibir la chaqueta verde de manos de Patrick Reed, su predecesor, en la Butler Cabin del club.
De camino a firmar la tarjeta, Tiger hizo una parada muy especial a la altura de la torre de televisión del hoyo 18. Se abrazó primero con Charlie, su hijo pequeño, que de las gestas de su padre sólo había oído hablar. Hasta ayer. Después su madre, siempre presente en los éxitos del californiano. Y por último Sam, su hija mayor, que este fin de semana debía disputar un partido muy importante con su equipo de fútbol pero que hizo caso a su padre y optó por estar en Augusta. Abrazos todos que recordaron al que se dio Tiger con su padre, una figura capital en su carrera, ya fallecido, cuando ganó su primer Masters en 1997 con una autoridad que aún hoy no ha sido igualada. “Más contento no puedo estar después de todo lo que he vivido. Me acuerdo de aquel momento y ahora soy yo el padre, es emocionante”, remarcaba.
Aunque los números son lo menos importante en lo que sucedió ayer en el Augusta National, el triunfo de Tiger Woods pasará a la historia por muchos motivos. Es su quinto Masters, el primero desde 2005. Sólo Nicklaus, que ganó el último con 46 años en otra de esas gestas imborrables, tiene más (6). Once años después de ganar el US Open en Torrey Pines, Tiger vuelve a llevarse un torneo del Grand Slam y ya suma quince, tres por detrás de Nicklaus. El debate sobre si le puede alcanzar se ha reabierto de par en par.
Tras cuatro operaciones de rodilla y cuatro de espalda, las últimas tres con apenas unos meses de diferencia, Tiger ha aprendido a conocerse de nuevo, a tener paciencia y esperar. En la vida y en el golf. Aparcados definitivamente su escándalos y su polémico divorcio de Ellin Nordegren, las lesiones parecían haber cavado su tumba y pocos más que él mismo creían en su regreso. Ganar un Masters sonaba incluso como un chiste. Pero el golfista más dominador que jamás haya existido y uno de los mejores deportistas de la historia se ha reinventado y ha vuelto a mostrar al mundo que aún tiene mucho que ofrecer.