Chocar con el castrismo
A veces el castrismo no puede ocultar el momento en que choca con alguien. Los encuentros resultan demasiado escandalosos, quedan testigos, alguien blande un celular
Actualizado: November 10, 2022 9:47am
En 1948 el líder universitario Manolo de Castro, militante del Movimiento Socialista Revolucionario (MSR), topó con su rival de pandillas, Fidel Castro, en las inmediaciones del Cinecito. El joven delegado amaneció con la boca llena de hormigas, mientras que Fidel, el pistolero, era identificado como uno de dos asesinos “con la mitad del rostro cubierto por máscaras de carnaval”.
En la Cuba de 1948 la acusación de asesinato político no acarreaba mayores consecuencias si tenías padrino y el criminal exonerado no descansó hasta instalarse permanentemente en el Palacio Presidencial. Así aprendió Fidel la primera lección del castrismo: al enemigo, elimínalo, o podría llegar a convertirse en tu presidente vitalicio.
Desde 1948 chocar con Fidel era algo peligroso, debía ser evitado. Norberto Fuentes, otro despetroncado, cuenta en su libro Dulces guerreros cubanos que ni el mismo Raúl se atrevía a interrumpir a Fidel para llevarle un café mientras veía la tele en su despacho. Los exabruptos fidelistas son tan famosos como los de Hitler.
Considero un dato de la mayor importancia que Fidel usara en la Sierra un rifle automático de mirilla telescópica. La relación del matón con sus víctimas ha sido siempre directa y personal. Que Fidel te tuviera en la mirilla era una de las cosas más terroríficas que podía ocurrirle a cualquiera, fuese o no cubano. Así perecieron Camilo, Che Guevara y William Morgan, y así fueron sacados de escena los generales Ochoa y Abrantes.
Orlando Luis Pardo Lazo me ha contado que, en el momento en que se asomó al féretro donde yacía Payá, un hilo de sangre bajó de la nariz del líder hacia el labio, y cuenta que en ese instante supo, con total certeza, que Payá había sido asesinado. El escritor imaginó la embestida del carro de la Seguridad al auto donde viajaba Oswaldo con el joven Harold, y pudo verlos entrar al matadero del policlínico, y sintió el frío mazazo.
A veces el castrismo no puede ocultar el momento en que choca con alguien. Los encuentros resultan demasiado escandalosos, quedan testigos, alguien blande un celular. Así sucedió el 6 de julio de 1980 en la desembocadura del río Canímar, cuando tres jóvenes desesperados secuestraron un barco de excursión para huir a los Estados Unidos. Los secuestradores gritaron “¡A Miami!” y los pasajeros gritaron de alegría.
El guardia de seguridad, que se hacía pasar por civil, sacó su arma y se resistió. Uno de los secuestradores disparó y lo hirió. Dos lanchas patrulleras de alta velocidad de la Armada cubana partieron con órdenes de evitar la fuga y hundir el barco. Al dar con la embarcación, abrieron fuego. Varios pasajeros quedaron muertos en cubierta, otros fueron heridos.
Una década más tarde, María Victoria García, tripulante del Remolcador 13 de marzo, le refería a la radio miamense que “nos íbamos del país en un remolcador, a las 3 de la mañana. Después que pasó el Morro vemos que vienen dos remolcadores de bomberos atrás de nosotros. Se pegan a los lados y entonces empiezan a echarnos agua a presión. Nosotros seguíamos, y les decíamos que no nos hicieran daño, que llevábamos niños ahí. Después vinieron dos más. Se pusieron uno al frente, otro atrás y uno por cada lado. Los cuatro empezaron a echarnos agua y uno a darnos golpes, a machucarnos”.
El final de la historia del Remolcador 13 de marzo es como la de cualquier otro machucado por Fidel y, después de escucharlo, no es difícil imaginar los momentos finales de los Hermanos al Rescate Armando Alejandre y Mario de la Peña.
Cuenta María Victoria: “Yo llevaba al niño aguantao, y no lo solté. Subí, pero volvía de nuevo pabajo. Entonces, cuando subo, hay una mujer que está ahogada, que estaba flotando al lado mío y me aguanté de ella. Cargo al niño, había mucho oleaje, entonces no pude, ya estaba ahogado. Pero yo tenía que sacarlo porque, yo dije, si lo dejo ahí se lo comen los pescao. Entonces fui a agarrarme de una madera y ahí es donde se me va el niño…”.
Hace apenas una semana, el 29 de octubre, siete personas, entre ellas una menor de edad, murieron cuando una unidad de superficie de Tropas Guardafronteras embistió la lancha rápida en que escapaban de Cuba. Esto ocurrió al norte de Bahía Honda, cerca de Artemisa.
Es imposible calcular cuántas veces han ocurrido hechos semejantes sin que nadie los viera, sin que quedara nadie para contarlo. El Auschwitz de Castro es una Atlántida, su Bergen-Belsen la versión “R” de los Piratas del Caribe. Incluso, si sobrevivieras, tu historia podría ser tergiversada por ti mismo cuando te arrastren a Villa Marista y te pongan delante de una cámara.
Preguntarás en pantalla qué remolcador ni qué niño muerto, y dentro de su gran piedra Fidel reirá socarronamente, machucando los dientes postizos. Cuando llegue el momento, así sea dentro de mil años, indigno será el cubano que no embista esa piedra y no ayude a arrojarla a la Fosa de Bartlett. Entonces, que cada cual se quite su máscara y comience el carnaval.