“Haz lo que yo digo y no lo que yo hago”, parece ser el lema de la dictadura cubana. Se lo creen a pie juntillas y lo repiten en cuanto foro les cae en el jamo. Con fervor, con determinación, sin que se les desprenda una pestaña ni se les tuerza un músculo de la cara, dicen cualquier disparate, cualquier mentira que en otras partes del mundo caerían de inmediato por su propio peso.
Bruno Rodríguez Parrilla, que funge o finge como Ministro de Relaciones Exteriores, es uno de los más entrenados. Tal vez el más visible. Posiblemente quien más haya practicado frente al espejo innumerables noches hasta llegar a creerse todos los embustes y dislates él mismo, en carne propia. Parece incluso una persona sana a pesar de todo lo nocivo que traga.
Porque decir que en Cuba se cumplen todos los derechos humanos, así por orden, exhaustivamente, detallados, extendidos, a la carta, es algo que habría incendiado la madera de Pinocho. Pero Bruno, tan bruno, lo dice cándidamente, con inocencia, como aquellos cristianos devorados por los leones en el circo romano, que morían alzando los ojos al cielo y dando gracias por lo hermosa que era la vida. Bruno debería llamarse Cándido.
Claro que Bruno es lo que en cualquier calle de Guanabacoa o Caibarién la gente define como “un manda’o”; alguien que paga su posición haciendo cuanta cosa deshonesta sea necesario hacer para que no lo envíen a Puriales de Caujerí a alimentar jutías. Un manda’o lo mismo sale mojado al aire libre para decir que no llueve, que jura por sus principios que a José Martí lo asesinó el imperialismo yanqui, y que la langosta es el plato más popular de la Isla. Un manda’o es un asesino oral, que no piensa lo que dice y dice lo que le mandan sin pensarlo dos veces.
Bruno solamente agrega su arte, y le pone convicción.
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Bruno sabe desde chiquito que si no cree en lo que dice, o si no dice lo que le hacen creer, caería en picado desde la que cree que es su gran altura. De lo contrario, ese mismo gobierno al que dice representar, lo acostaría bien adobado en su propia parrilla para asarlo, abierto en canal. Toda familia mafiosa necesita su abogado y su publicista, alguien que saque la cara por ella, aunque se la rompan.
Si así no fuera, ningún siquiatra austriaco, ni sicoanalista argentino, pudiera explicar racionalmente que una persona con un cargo semejante se atreva a exigir al gobierno de los Estados Unidos que permita viajar a sus ciudadanos a Cuba, olvidando que es el gobierno que él representa quien durante 60 años ha prohibido, censurado, vigilado y controlado el derecho de los cubanos a salir y entrar del país, con acciones policiacas o con trabas monetarias y burocráticas.
Ahí están los “regulados”, a quienes no permiten viajar y hasta aquellos a quienes se les prohíbe salir de sus casas, como si estuvieran condenados a prisión domiciliaria.
Hay que tener mucho cinismo en las gónadas para pararse en esa esquina del país, carterita girando en un dedo, y la otra mano en la cintura, pidiendo como una hetaira que dejen entrar a sus clientes porque si no le dañan la economía. Eso es hoy la dictadura cubana que representa Bruno: una prostituta mendicante que castiga a sus hijos dejándoles sin comer y alegando que el enemigo no la deja ejercer.
Con tipos como Bruno Rodríguez está muy grave la verdad. Y la honestidad que nos enseñaron una vez nuestros padres y abuelos. Él, como sus colegas, cita lo mismo a Cristo que a Martí para justificar lo contrario, sin que alguna infección les pudra los dientes y la lengua. Debía sucederles algún día.