Querida fauna cubana, la que queda, la de toda la vida.
Sabido es que Cuba padece una dictadura. Pero es una dictadura involuntaria. No es que desde el principio alguien dijo: “esto será una dictadura porque lo digo yo”, no. Al país no le quedó más remedio que instaurar una dictadura obligado por los acontecimientos y por diversas circunstancias. Si alguien quiere saber cuáles fueron, que pregunte a Silvio Rodríguez.
Decía esto porque en una dictadura, aunque sea involuntaria, la gente come lo que puede, lo mismo un almiquí que una tonina. La gente ya no tiene escrúpulos de meterle el diente a un manatí o a un caracol africano, que a alguien se le ocurrió introducir, igual que las clarias, que, si continúan aumentando de tamaño, un buen día se van a merendar a medio pueblo de Caimito con Guayabal y todo.
Escribo estas letras, o estas palabras con letras, antes de que también se extingan. Por suerte no vivo ahora mismo en la isla, y según pinta la cosa, espero que no lo haga en mucho tiempo, y eso a lo mejor salva de la extinción mis letras y mis palabras, pero no a ustedes, queridos habitantes de lo que un día, entre taínos y guanajatabeyes, alguien llamó “la fauna insular”.
Era de esperarse que en un país donde quisieron erradicar la pobreza y la multiplicaron, fueran erradicando también muchísimas otras cosas. Primero intentaron eliminar la explotación del hombre por el hombre, para terminar en que un hombre explotara a los otros hombres, con el peligro de que, en ocasiones, el hombre explotaba solo. Luego fueron desaparecieron cosas que antes uno encontraba en la bodega, y en muchos lugares también las bodegas están a punto de desaparecer.
Se pensaría que todo ha sido una estrategia para que el cubano que quede en la isla desarrolle y fortalezca la memoria, como un novedosísimo método para luchar contra el Alzheimer. Tratar de recordar a qué sabía la carne de res, o la merluza, son casi esfuerzos titánicos.
Ahora leo que están a punto de desaparecer el zunzuncito, el cocodrilo, el gavilán colilargo, el manjuarí o catán cubano, el manatí antillano y la ranita de iberia. He buscado, con mucho nerviosismo, las imágenes de aquella mesa redonda donde el general y antiguo cosechador de mariguana Guillermo García convocaba a darle mandíbula a jutías y a avestruces, y no encontré alusión alguna a esta ranita, que no le mata el hambre a nadie.
Se dice fácil que los cubanos de mañana no lleguen a ver al zunzuncito, pero ya hay niños incapaces de describir a una vaca, que no es precisamente un animal autóctono, aunque debiera serlo. Las vacas no tienen alas y volaron, y fueron esfumándose con la mezcolanza que hizo el Delirante en Jefe con cebúes y razas Holstein, y en algún punto la joroba del cebú jorobó todo lo demás y dejó de crecer la hierba por culpa del bloqueo.
También desaparecieron pargos, chernas, roncos, picudas y agujas del mar que rodea la isla, posiblemente porque los turistas que se bañan en las playas desprendían algo que aniquiló el ecosistema. O porque en Cuba, durante más de sesenta años el único ecosistema es el sistema con eco que repite y repite las mismas gastadas consignas. Eso le ablanda la piel hasta a un cocodrilo, que posiblemente no se haya extinguido, pero sí huido. Hay que ser muy tonto para seguir chapoteando en una ciénaga cuando el general García le abrió el apetito al pueblo con ellos.
Los hombres de ciencia de la isla, que en cualquier momento empiezan también a extinguirse hacia Nicaragua o hacia la Florida, han enumerado una serie de causas que han provocado la desaparición o el peligro de desaparición de nuestra fauna más patriótica: “los incendios rurales y forestales, las prácticas agrícolas no sostenibles, la pesca, la caza y la tala furtiva, el comercio ilegal de especies y la introducción y propagación de especies exóticas invasoras. Sobre esta última causa enumerada, se trata de especies no autóctonas que, introducidas de forma deliberada o parcial en distintas etapas históricas, lograron establecerse en áreas naturales y urbanas, mostrando un crecimiento incontrolado de sus poblaciones. Un ejemplo es el caracol gigante africano”.
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El caracol gigante africano es como el llamado “ordenamiento económico”, se implantó y no sirve para nada, y crece indeteniblemente como va creciendo la miseria. A lo mejor es porque es una especie –el caracol gigante africano, no el ordenamiento– que se debate en la duda y no logra definir qué quiere ser, si gigante o africano. Lo cierto es que es una mierda, el ordenamiento, digo.
Pensar que un día en la campiña cubana no se escuchará el trino del sinsonte y sí la sirena de la policía me pone los nervios de punta y me saca lágrimas de cocodrilo. Los cocodrilos comenzaron llorando y la Seguridad del Estado seguramente los interrogó para saber el porqué de esas lágrimas. Pensar que en Cuba no habrá más manatíes nadando en los ríos y que lo más parecido a ellos serán esos gordos que salen en la mesa redonda, parte el alma.
El almiquí desapareció como la leche en polvo, las cuchillas de afeitar, la gelatina, el pan de molde y el queso crema. Así que, si un día queda alguien en Cuba, aparte de los militares de Gaesa, no sabrán que el almiquí era parte de nuestra fauna. Los niños del futuro llegarán a pensar que la caña de azúcar es extranjera y que el árbol nacional es el marabú.
Más allá de la desaparición de esos mamíferos siboneyes, también están en peligro de extinción “los caracoles del género Polymita, cuyas conchas son probablemente las más bellamente coloreadas del orbe, y varias especies de mariposas, escarabajos, abejas y arácnidos”. O alguien los está exportando o han quedado solamente para el turismo. No quiero pensar que un cubano con el espíritu innovador de Nitza Villapol haya encontrado la receta para merendarse esas especies.
Y las aves, averigua qué aves autóctonas quedan, porque un ave que también está en la lista es el perico cubano o catey, pero ese comenzó a perderse hace ya mucho tiempo, cuando supo que tenía competencia desleal en un hombre que se paraba a hablar, y hablaba y hablaba y hablaba y no se callaba. Y era verde como el catey, y también desapareció frutas autóctonas como el mamey y puso a la gente a viajar en buey.
Duele imaginar que todos esos seres de la naturaleza insular un día no existirán, y que para saber que vivieron en Cuba habrá que ir al Museo Felipe Poey, si todavía no lo han tumbado los militares para hacer más hoteles, y allí ver al zunzuncito, al cocodrilo y al manjuarí tras el cristal de una vitrina. A menos que alguien se atreva a comérselos también, aunque estén disecados.
Y no se extinguen los responsables de que Cuba se extinga.
Portada: Ilustración de Armando Tejuca