Ahora que el COVID-19 obliga a la gente a aislarse, muchos hacen repaso de su vida y recuerdan los peligros que atravesaron, como el teniente de exploración de la reserva Ray Hernández, encerrado en su cuarto del callejón de Jaimanitas. En estos días de encierro confirma que ha sido la guerra el evento más dramático de sus 57 años.
“La guerra en Angola se decidía en aquellos combates y una tarde de octubre me llamaron a filas. En noviembre estaba volando a Luanda, en enero me habían destacado como jefe de escuadra en un lugar inhóspito del sur angolano”, recuerda.
“Fui asignado al frente de combate, que había visto tantas veces en mapas de las maniobras y ejercicios tácticos y ahora yo resultaba un punto más en el subrayado, ocupando el flanco izquierdo. La orden de combate era avanzar en dirección sur y sacar al enemigo de sus posiciones”.
“Despliega tu gente aquí. La cosa será al amanecer. Tienes que ocupar aquella elevación, donde el enemigo tiene una batería anti aérea”, fue la orden del jefe de compañía, un capitán camagüeyano que actualmente es general de brigada.
Los reclutas de la escuadra eran muy jóvenes, como el teniente Ray. Y como él, por primera vez veían un combate real.
“La noche fue desesperante. Nos acostamos en la tierra boca abajo, a fumar, con los cigarros escondidos en los cascos. Nadie hablaba. El radista, pegado al auricular, intentaba desentrañar algún sonido en el espacio radioeléctrico de baja frecuencia. El cielo era gris opaco, sin estrellas. Antes que saliera el sol el radista recibió un mensaje, me tocó el brazo, dijo: Va a empezar la fiesta”.
Entonces los aviones BM-21 cubanos comenzaron el ataque de artillería reactiva y el enemigo huyó en desbandada. Ernesto llegó con su escuadra a la elevación abandonada. Habían cavado una trinchera y encontraron dos cadáveres que llevaron hasta el fondo de la zanja. Se tumbaron a descansar. Ray abrió una lata de carne rusa y la dividió en 10 partes. Hizo lo mismo con un pan que sacó de la mochila y comieron en silencio. Luego limpiaron las armas y revisaron los cargadores.
“Nunca tuve una verdadera intención de matar”, recuerda Ray.
“Pero la preservación de la vida, como sucede ahora con el coronavirus, resulta un derecho inalienable. Tengo una frase, sobre la guerra, que dice: La guerra es todo a la vez: el cuerpo del delito, la defensa, la evidencia, el jurado, el juez y el fiscal”.
Estando ensimismado en sus pensamientos, escuchó otra vez la orden del jefe de compañía por el radio: rematar al enemigo replegado a 600 metros sureste.
“Cuando escuché la orden de ataque se apoderó de mí una extraña alegoría, no me gusta decirlo, pero en aquel momento me sentí Antonio Maceo. Cargué mi fusil, grité: ¡Al ataque!, y salimos aquellos diez ingenuos soldados con su teniente loco a la vanguardia, desesperados por morir, o vencer, como si en aquella carrera desquiciada entre las balas sin un fin lógico, fuera a decidirse el curso de la beligerancia”.
“Y resultamos un blanco fácil para una ametralladora que los sudafricanos tenían emplazada en la loma, gracias a Dios y a las oraciones de mi mamá en la casa, vi la ametralladora al vuelo, vi cómo la cargaban de proyectiles para barrernos a la escuadra completa, y fui un lince, saqué una granada, le quité la espoleta y la encesté con precisión de basquetbolista en el nicho de la ametralladora, que voló por el aire hecha talco. Por desgracia antes de volar en pedazos, el tirador había conseguido un disparo, que me atravesó la pierna y me derribó”.
La bala no tocó el hueso, salió limpiamente al otro lado. La victoria en el combate fue total. Ray Hernández estuvo dos semanas en el hospital de Luanda y el 11 de enero, día de su cumpleaños 24, regresó a Cuba en un avíon IL-62M a las seis de la tarde, junto a veintidós soldados heridos, una docena de enfermos de los nervios y tres envueltos en la bandera nacional.
Foto de portada: Juan Carlos Borjas/Tomada de El estornudo