Antes de que llegara la pandemia, Miguelito Melón vendía confituras en la calle y sobrevivía con su pequeño negocio. La confitura la compraba en el Cerro, a los trabajadores de la fábrica La Estrella. Por la tarde recorría las calles de Jaimanitas con su pregón, al que imponía su cantarina voz guantanamera:
“¡Mira la africana, mira! ¡Huevitos de chocolate, mira! ¡Galleticas rellenas con crema, mira!”, la gente tenía que mirar por obligación y entonces Melón los convencía de comprar, ayudado por su labia. Vendía bien. Todos los meses enviaba a su madre en Bayate dinero en un giro telegráfico, pero su suerte cambió de repente, cuando en febrero un patrullero se detuvo a su lado en la calle y uno de los policías le preguntó cuánto valían las africanas.
Melón dijo que él no vendía nada, que solo estaba buscando una dirección, y el agente, con cara de bueno, le indicó que no tuviera miedo, mijo, es para la chama.
“Vi en el policía la mirada apacible de mi tío el cáscara, que cuando pequeño siempre me compraba chucherías, creí ver a un padre deseando llevarle golosinas a su hija y le dije: dos pesos. Me equivoqué con él, su rostro cambió, me pidió la licencia para vender en la calle, no tenía, me pidió el carné de identidad, dijo: ¿De Guantánamo? ¿Y sin cambio de dirección? Me quitó la mochila, me esposó. Me subió a la parte trasera del auto y me llevaron para la estación de Siboney”.
Durante el trayecto Melón rogó que lo dejaran ir, no estaba haciendo nada malo, pero el policía lo contuvo: “Si me hubieras dicho la verdad desde el principio, te soltaba aquí mismo, pero mentiste y eso es un delito más”.
En la estación los policías lo entregaron al carpeta. Firmaron unos papeles y sin mirarlo se marcharon en el patrullero, a cazar más ilegales. El carpeta mecánicamente decomisó la mochila de confituras, lo registró y le incautó el dinero. Después llamó al centinela para que lo llevara a una celda.
“¿Cuánto voy a estar aquí?”, preguntó Melón.
“Hasta que lo deporten para su provincia”, dijo el carpeta, masticando una africana.
“La celda era calurosa y oscura, sumamente apestosa”, recuerda Melón. “Había seis presos más esperando la deportación, tirados en el piso como animales. Lo que más me molestó fue que cada vez que veía a un policía, estaba comiendo africana. Lo perdí todo: el dinero, la mercancía, hasta la mochila, que era de mi hermana y me pidió mil veces que se la cuidara”.
“Supe por los otros presos que seríamos deportados a nuestras provincias, cuando la suma de todas las estaciones de policía diera para llenar un tren. Sobre deportación no sabía nada, solo la de José Martí, yo lo único que estaba haciendo era luchar cuatro pesos para sobrevivir. Y ojalá me enviaran para España y no a Bayate”.
“Fueron días grises encerrado en la celda, hasta que finalmente nos llevaron en un carro jaula a la estación de trenes y nos embarcaron. Volví para Jaimanitas a los tres días. En eso llegó la pandemia y me cogió aquí. A mí me decían: el rey de la confitura, pero ya con mi detención no puedo vender más. Además, con el fuego que le están abriendo a los revendedores tengo que vivir de otra cosa, de lo que caiga, de ayudante de albañil, de mensajero, o jugando bolita, a ver si tengo suerte y doy un paletazo. No sé cuánto voy a soportar. Al final terminaré en Bayate. Aquí en La Habana mi reinado acabó”.