Fidel Castro pidió en una carta 10 dólares al presidente norteamericano Franklin D. Rooselvet. Con su letra de niño y su lógica de niño casi moustrico, o de moustrico casi niño, le escribió al pobre Rooselvet lo siguiente: “Mi buen amigo Roosvelt yo no conozco muy bien el inglés, pero lo suficiente como para escribirte. Me gusta escuchar la radio, y estoy muy feliz, porque oí que vas a ser presidente por un nuevo periodo”.
Primero ablandó al pobre yuma, le puso el corazoncito casi como un puré de malanga, y luego el hijo de Ángel y Lina siguió bajeando a Franklin: “Tengo doce años. Soy un chico, pero pienso mucho pero no creo que le estoy escribiendo al presidente de Estados Unidos. Si quieres, dame un billete americano verde de diez dólares, en la carta, porque nunca, yo vi un billete americano verde de diez dólares y me gustaría tener uno. Lleva tu pan, directo al corazón”.
Pidió un billete verde americano de diez dólares con el irrefutable argumento de que nunca había visto un billete verde americano de diez dólares. A mí me gustaría ver una maleta con un millón de dólares porque jamás he visto una maleta, ni siquiera con un billete verde americano de diez dólares.
Y cuando parecía que el futuro gánster revoltoso, que se disfrazaría de marxista, había dicho todo, remató la carta de esta manera: “Hasta luego. Tu amigo, Fidel Castro”. Y para reforzar su petición monetaria, que podía parecer la curiosidad de un niño con aspiraciones numismáticas, el pichoncito de dictador soltó esta prenda nada antimperialista: “Si quieres hierro para hacer tus barcos te mostraré las minas más grandes de hierro del país. Están en Mayarí, Oriente, Cuba”.
La carta del niño Fidel desde el Colegio Dolores de Santiago de Cuba, es un modelo de precocidad y una muestra de su futura conducta. Se apegaría, en lo esencial, a dos cosas fundamentales: a pedir dinero y a ofrecer lo que no es suyo. Y con el tiempo, ambas virtudes se hicieron parte intrínseca de su avasalladora personalidad, pero ya no pedía solamente diez dólares.
Por eso, cuando tomó el poder, empezó a tumbarle dinero a las once mil vírgenes. Pero antes, para tomarlo, dio giras para recaudar fondos, que era así como le decían a embullar a los ricos a soltar plata para hacer una revolución que los dejaría pobres.
Hasta le tumbó, constantes y sonantes, 50.000 dólares de la época al expresidente Carlos Prío Socarrás, que debe haber mencionado su nombre y el de su recontra cubanísima madre, la mañana del 5 de abril de 1977, cuando se descerrajó dos tiros en el tórax con una 38 de cañón corto en su casa de Miami Beach. Aquellos cincuenta mil billetes americanos verdes se invirtieron en el yate Granma, la nave que más personas ha embarcado en este mundo, más que el legendario Titanic. Me ronda el pensamiento de que Prío soñaba que le devolvían el dinero, o en su defecto, el yate.
Ya encaramado donde se encaramó, el líder (verde como aquel billete americano que pidiera al presidente americano) congeló cuentas, decomisó empresas, casas, negocios y armó una cagástrofe monetaria cuando, de hoy para mañana, cambió la moneda cubana (aquella que tenía paridad con el dólar) por unos billetes que no parían. Y la gente perdió dinero, sueños, ilusiones y toda la estabilidad que había logrado sin pedirle a nadie, ni escribirle a Rooselvet.
Así estuvo un tiempo, tranquilito, sin pedirle a nadie y sin que nadie se le arrimara para el arañazo, consolidando su poder y sus métodos. Todavía quedaban balas para fusilar gente en la Cabaña, y de vez en cuando aparecían burujones de dólares cuando tumbaban una pared en alguna mansión de Miramar. Él los agarraba enseguida diciendo que iba a buscar a los dueños para devolvérselos, pero no sé por qué los dueños no aparecieron nunca.
Y cuando los Estados Unidos le cerraron la llave, bravos por las nacionalizaciones sin compensación (él estaba molesto con los americanos porque Rooselvet lo tiró a mondongo y nunca le mandó aquel billetico verde que él pedía) apareció un ruso en el aeropuerto y dijo, en perfecto ruso estalinista que ellos le compraban a Cuba todo lo que quisieran vender, desde azúcar a macramés de artesanía, y se lo pagaban doble, triple o como fuera. En el primer momento él desconfió, porque los rublos soviéticos no tenían las mismas caras respetables del dinero americano. Pero ellos estaban decididos a ponerle una peluca a Lenin y a teñirlos de verde. Y él pidió y pidió, y llovieron tanques de petróleo, armas, cohetes nucleares y compotas.
Y tras eso, un batallón de técnicos soviéticos que venían a enseñarle a los cubanos cómo se abrían aquellas compotas. Y él estaba feliz, y le dio por jugar a los veterinarios, a los agrónomos, a desecar la ciénaga de Zapata (que en aquel tiempo estaba en Matanzas y no en Guantánamo), a cruzar cebúes con lo que apareciera, y a entrenar guerrillas latinoamericanas, y se dio cuenta que el negocio de la solidaridad era bueno, o que la solidaridad era un negocio.
Y entonces comenzó a darle a aquellos sonrosados hijos de Moscú, que no creían en lágrimas (y menos de cocodrilo) todo lo que pedían, y ellos querían soldados morenos en África, y, a pesar de que según él ya éramos latinoamericanos, nos convertimos en latino afroamericanos. Y ya nadie supo de dónde habían venido sus abuelos, sólo que ya a esa altura le debíamos un Congo a los rusos.
Cuando ellos pidieron una seña de buena voluntad a su deudor, él les mandó a Arnaldo Tamayo, que era moreno y de Guantánamo (todavía la ciénaga no había llegado a su provincia). Y los rusos le preguntaron qué hacían con aquel tipo, él les dijo que lo mandaran donde quisieran. Y los rusos lo enviaron lejos, para demostrarle a él a dónde llegaba ya la deuda cubana.
Pero los rusos se acabaron de la noche a la mañana. Y se cayó el muro, y hubo un “desmerengamiento” del campo socialista (el campo cubano ya no tenía ni merengue). Y él vio a Venezuela que tenía a Chávez, y quien chave, chave, porque él chavía más. Y ahí mismo se pegaron a la ubre y dale a chupar, aunque también había pasado el arado por otros lugares, como el Club de Paris, China, México, Brasil y hasta a Argentina, a la que puso a cantar tangos de nuevo debiéndole $2.700 millones desde los años 70.
Pero él, como el de Lima, demostrando que no tenía ninguna empatía con sus acreedores. Y ahí se le ocurrió que la deuda externa era impagable, y comenzó la campañita para que los demás países se tiraran en el piso y no pagaran, y no resultó. Y luego se murió, cagado de la risa por no haber pagado nada de lo que debía.
Y ahora, ni vendiendo a cada cubano por lo que cree que vale se sale de este hueco. Pero esa es otra historia.