Destruyeron sus discos. No le permitieron entrar a su propio país cuando murió su madre. Prohibieron su música en la radio y en la televisión. Pero Úrsula Hilaria Celia Caridad Cruz Alfonso, Celia Cruz, “la guarachera de Cuba” siguió recorriendo la isla en la memoria de su gente, cantando con la alegría que siempre tuvo, escondida en el único sitio donde no pueden mandar los gobiernos: el corazón de cada cubano.
Hoy se cumplen dieciséis años que partió físicamente, aquel 16 de julio del 2003, y a pesar de sentirnos un poco huérfanos, la magia de Celia Cruz crece y su imagen nos protege con el brillo y el calor de un símbolo de la patria. Un símbolo verdadero, no de esos de latón que nos impusieron.
Uno ve un árbol, una palma, el mar y piensa en Celia. Ve caminar a una cubana y piensa en Celia Cruz. Y en el ruido del viento, alguna noche, viaja la carcajada que nos dejó para que la alegría de vivir y de querer nunca nos abandone.
Gracias a esa manía de reinventar la historia que usan a su favor los gobiernos totalitarios, parecen perdidos o aislados, tal vez sepultados, los fragmentos de su vida que dicen mucho de cómo pudo convertirse en la gran artista que fue y que sigue siendo. Su fervor por la música, que la llevó a abandonar la carrera de maestra que tanto ilusionaba al padre para probar su valía en cuanto concurso de radio aparecía. Pocos recuerdan su participación en programas radiofónico para aficionados, como La Hora del Té o La Corte Suprema del Aire.
Quedan también, como un dibujo en una pared azotada por el paso del tiempo, su participación en el espectáculo Las mulatas de fuego, con el que recorrió México y Venezuela, donde Celia grabó sus primeros discos de 78 rpm, acompañada por la orquesta del venezolano Leonardo Pedroza, conocida como "Leonard Melody".
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Pero la fecha de su incendio inicial llegaría después, junto a una orquesta de guerreros que supo labrarse el camino a la inmortalidad. Celia Cruz debutó con la Sonora Matancera el día 3 de agosto de 1950 en Radio Progreso, y tras algunos obstáculos comenzó a ser quién sería luego definitivamente para todos los cubanos.
La fama, los discos, el cine, la radio, la televisión y las giras no cambiaron ni envilecieron a la segunda hija del fogonero de los ferrocarriles, Simón Cruz, y de la ama de casa Catalina Alfonso, venida al mundo el 21 octubre 1925 en el barrio de Santos Suárez, La Habana.
Todos los nacidos en Cuba deberíamos saber que la unión musical de Celia Cruz con la Sonora Matancera duró 15 años, y que nos dejó, como al descuido y para siempre, himnos fervorosos de nuestra identidad como Burundanga, Cao cao maní picao, El yerbero moderno, Tu voz y La sopa en botella.
Hoy sería un día triste, un día para dejar que el pecho se apretara pensando en su ausencia. Pero no. Celia Cruz nos enseñó, más allá de ese optimismo festivo de que “la vida es un carnaval”, que uno puede estar lejos de la tierra que nos vio nacer y llevar por dentro el fulgor que nos otorgó, como una dádiva impagable, como un guiño para recorrer el mundo, esa misma tierra.
Y que no hay tiranos que puedan poner fronteras al sonido, a la voz de lo auténtico, a ese huracán dulce que nos recorre cada día, cuando decimos que nacimos en Cuba, que es Celia Cruz llenando de azúcar el pasado, el presente, y toda la eternidad que no alcanzarán quienes pretendieron borrarla.
Gracias, Úrsula Hilaria Celia Caridad Cruz Alfonso, por haber estado con nosotros. Gracias, Celia Cruz, por alumbrarme cada mañana con la serena luz de lo que soy.