Los veo callados, escuálidos, pacientes. Están en cualquier aglomeración buscando comprar cualquier cosa que pudiera alimentarlos. Creen que tienen todo el tiempo del mundo, pero saben, en su interior, que su fin está cerca.
Son los abuelos. Somos nosotros mismos. Son los que lo dieron todo por un país que de pronto dejó de serlo, para convertirse en una militancia, en una ideología, en una promesa que engañó a muchos, a ellos mismos, y por eso quedaron así, a la deriva, con la poca fe que se tiene en los finales delante de lo definitivo.
La dictadura los olvida. Confían en el síndrome de Estocolmo, en las enseñanzas científicas de Iván Petrovich Pávlov, el fisiólogo ruso que descubrió el conductismo experimentando con perros. Piensan los que mandan que a esos viejos derrotados la palabra patria los pone a salivar aún, que la palabra heroísmo les hace la boca agua todavía. Confían -porque les ha funcionado siempre- que la sola mención de ese socialismo que no se terminará jamás de construir, les inflamará el pecho a estos viejos que durante mucho tiempo confiaron en la idea y entregaron su tiempo, su familia, lo poco que tenían entonces.
Pero la desilusión se acumula. Machacar a las mismas personas cada día, cada mes, todos los años, pintándole colores a la esperanza resulta a veces todo lo contrario.
Ese abuelo tuyo o mío, que se gastó los ojos escudriñando el horizonte, vigilando a un enemigo invisible que solamente estaba en la boca mentirosa de quienes necesitaban inventar un enemigo para que las personas no fueran personas, un día, cansado, harto, tan cerca de la muerte que a veces no respira, se da cuenta de que ha perdido el tiempo, su tiempo. La vida, su vida, y vive hoy tres pasos más atrás que cuando comenzó todo.
Los veo arrastrando los pies. Protegiéndose la nariz y la boca con mascarillas improvisadas con cualquier cosa; los estoy viendo día y noche en los molotes, en las largas colas para obtener qué llevarse al estómago, y algo se me rompe por dentro, porque yo pude ser uno de ellos. Mi padre también estaba destinado a eso. Los padres de tanta gente que quiero son esos abuelos que parecen estar todavía entre nosotros, pero a quienes un gobierno ineficaz y lleno de pésimas ideas no les garantiza lo mínimo para que duren un día más sobre la tierra. Un mes, una semana, un año más dándonos la alegría de verlos y tocarlos.
He visto uno de esos “módulos” -la dictadura cubana no escatima al poner nombres curiosos a las cosas- que se destinan a los mayores de 65 años. Esos paquetes que la prensa mendaz del partido comunista informa, triunfalista y alegre, que “están racionados y sectores 'vulnerables' tendrán prioridad sobre el resto de la población”.
Lea también
Me horroriza el contenido de ese “módulo” que intentará comer un anciano cubano:
Panqué 1 por persona: 3.00 pesos.
Caramelo 1: 1.00 peso.
Pasta cubana: 6.80 pesos.
Panecillo 1: 10.00 pesos.
Jaba naylon: 1.00 peso.
Total: 21.80 pesos.
Es el precio del irrespeto, el costo de la miseria, el presupuesto de la burla.
No los imagino llevándose a las bocas esos “manjares”. Partirán en dos o tres pedazos el panqué para que les dure más. Y el panecillo lo esconderán para salvarlo de ratas y cucarachas. Recuperarán fuerzas y volverán a salir a la ciudad, a ver si un día sucede un milagro. Pero en el fondo intuyen que no lo habrá. Esa revolución no trae milagros.
El único milagro, el definitivo milagro es que hoy, aunque sean unas horas, bajo un techo que puede venirse abajo, están vivos. Dolorosamente vivos.
Nos están diciendo adiós los abuelos. Mañana no estarán más.