Rumania firmó un pacto con su pasado comunista el 25 de diciembre de 1989, cuando un tribunal impuesto casi a punta de bayoneta por los generales cansados de las atrocidades de Nicolás Ceausescu, lo sentenció a muerte junto a su esposa. Ese día Rumania de deshizo de aquel sátrapa delirante, pero a cambio de perdonar y olvidar.
Perdonó y olvidó a los generales que lo apoyaron y luego lo traicionaron, a los burócratas insensibles y crueles, y a los propios rumanos, que soportaron con docilidad aquella tiranía inclemente. Hoy muchos responsables envejecen sin haber entrado a la sala de un tribunal y Rumania se despeña por el barranco del populismo y la xenofobia, guiada por un lidercillo gritón y trastornado cuya mala conciencia parece una copia desteñida del dictador ajusticiado. No hay sosiego para las naciones olvidadizas. Pasemos de largo.
Ahora Rumania tiene la oportunidad de saldar una deuda con su pasado, una al menos, entre tantas que permanecerán en silencio y sin atención. Tras un estudio del Instituto para la Investigación de Delitos Comunistas, la justicia rumana comenzó a investigar a docenas de personas con responsabilidad directa o indirecta en el caso de los “huérfanos de Ceausescu”. Su caso finalmente podría llegar a los tribunales en 2020. Pero, ¿qué fue lo que pasó?
Durante casi 30 años Ceausescu forzó el crecimiento poblacional de su país con políticas inhumanas. Decretó la ilegalidad del aborto y de los anticonceptivos para obligar a las madres a tener hijos. Las autoridades, que se conocieron como la “policía menstrual”, sometían a las mujeres a pruebas ginecológicas obligatorias en sus lugares de trabajo y monitoreaban sus embarazos. Las parejas que no podían reproducirse tenían que pagar impuestos adicionales.
Los niños que nacieron entonces, se conocían como “niños del decreto”. El tirano logró su propósito: la tasa de natalidad creció en las décadas del 70 y 80, pero con resultados inesperados. Entre los imprevistos estuvo el aumento de la población huérfana, sobre todo porque en paralelo cayó el nivel de vida y las madres abandonaban a sus hijos. Más de 100 mil estaban en orfanatos al caer el régimen.
En esos reclusorios no había medicinas ni instalaciones para el aseo y tanto el abuso físico como sexual eran constantes. Además, pasaban los días sin ninguna interacción con los adultos, sin jugar ni hablar, mirando a las paredes o acostados solos en sus cunas. Muchos tenían (o desarrollaron) problemas mentales.
No fue hasta esa Navidad de 1989 que, con la caída de Ceausescu y la cobertura de prensa, la difícil situación de estas decenas de miles de niños llegó al público y conmocionó al mundo.
Los científicos occidentales que investigaron a fondo aquel submundo infantil, revolucionaron la forma de entender el desarrollo del cerebro humano en sus primeras etapas, triste legado positivo de 20 años de insensibilidad.
“Podemos decir con certeza que la adversidad temprana tiene un impacto en el cerebro, que la estimulación o la interacción son cruciales para la arquitectura del cerebro, y si no hay cambio de circunstancias para estos niños, estos efectos pueden durar toda la vida y ser una gran carga para la sociedad”, explicó Nathan Fox, uno de los investigadores.
Desde el primer día de vida, los niños necesitan interacción con sus mayores como una especie de “nutriente” para su cerebro. Cuando los niños experimentan violencia, problemas socioeconómicos extremos o son radicalmente descuidados, el estrés tóxico resultante impide que el cerebro establezca conexiones neuronales, lo que puede conducir a dificultades de aprendizaje y de comportamiento”.
En estudios publicados en 2003 y 2004, Fox y sus colegas analizaron electroencefalogramas de niños rumanos en los hospicios y compararon estas pruebas con las de otros que vivían con sus familias. Aquellos que habían experimentado las condiciones extremas de los refugios tenían un cerebro diferente al de una infancia tradicional: menor frecuencia cerebral en áreas cruciales e inmadurez del sistema nervioso.
Los niños que fueron adoptados tuvieron más suerte: Fox y sus colegas notaron que tenían un mejor desarrollo cognitivo que aquellos que no podían abandonar los refugios rumanos. Pero todavía hay muchos en Rumania, ya adultos, para los que no habrá justicia y tendrán que cargar hasta la muerte con los huellas de un sistema que los trató como animales.