A Gerardo Hernández Nordelo no se le puede contar nada porque después escribe un informe. La mujer debe tener cuidado consultándole cosas, o informándole lo que siente. En menos de dos días esa confidencia la puede estar leyendo en Villa Marista o en Línea y A algún especialista en espías desbocados, siempre con el punto de vista o la recomendación de Gerardo al final.
Los vecinos se abstienen de comentarle el estado del tiempo, decirle cosas de esas que uno suelta cuando no tiene otra cosa más interesante que decir. Observaciones banales, de las que un vecino comenta a otro, solamente por romper el hielo en el ascensor o en la puerta de la casa: "Qué calor hace" o "Parece que hoy va a llover". Corren el peligro de que minutos más tarde, Gerardo ponga manos a la obra para soplar un informe que ponga en peligro el trabajo del licenciado Rubiera, el meteorólogo mayor.
Él es un chivato nato, un espía compulsivo que tiene conectados, de modo perfecto, todos los instrumentos del cuerpo con un solo fin, una misión única: transmitir lo que ve, escucha, huele o pruebe al alto mando. Su cuerpo parece haber sido esculpido (muchos lo quieren esculpìr si se les acerca) por la Stasi alemana en colaboración con el KGB soviético. Lo mismo escribe un informe contra un taxista que se queja de la situación cubana, destrozándole la vida al pobre hombre, que aconseja cerrar las fronteras cubanas con carácter retroactivo y eterno a Arturo Sandoval, a Paquito D´Rivera o a Maggie Carlés.
Gerardo procesa todo lo que ve y oye, a veces sin pensarlo, sin procesarlo. Delatar es para él como hacer la digestión, el alimento entra por un lado y allá adentro se encargan los ácidos (otros agentes y especialistas, las técnicas aprendidas, el fervor patriótico) y sale por el otro lado su informe preciso, alongado, grueso y maloliente. Un informe deforme.
Debió ser un niño muy vivo y peligroso. Un niño a quien los adultos alejaban porque después repetía en la escuela todas las conversaciones escuchadas, aunque no entendiera de qué se trataban. Y los profesores se cuidarían de él, y lo llamarían a cada rato a la dirección del centro para que dijera quiénes hicieron la tarea o qué le habían contado sus compañeritos de lo que pensaban u opinaban sus padres en sus casas.
Era una máquina perfecta, un sistema de delación perfeccionado y confiable, que sentía pasión por denunciar al prójimo. Ni siquiera cuando reencarnó en la identidad de un niño muerto en Texas en 1967 y asumir la identidad boricua se le quitaron las ganas de delatar a sus semejantes a quienes él no veía tan semejantes.
Ahora ocupa el cargo con el que seguro soñó toda su vida: vicepresidente de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR), la organización de masas que reúne a los chivatos cubanos desde septiembre de 1960. Ahora está en su salsa, en su elemento, pero sintiendo su superioridad sobre la gran mayoría de chivatos voluntarios, aficionados, esporádicos y bisoños. No es lo mismo un Miramira de Palmira que un Tocatetas de Placetas. No es igual denunciar por teléfono, impostando la voz, a alguien que recibe en su casa a un extranjero, o al que compra una libra de queso, que estar infiltrado durante años entre el enemigo, comiendo tamales en el Palacio de los jugos, rodeado de la mafia de Miami, esa institución tan peligrosa.
Ahora ha tenido una idea brillante: "Si cada CDR produce una calabaza, y son 138000 en el país, entonces serían 138000 calabazas de más". Es perfecto, el pueblo cubano, como los indocubanos con la yuca, recobrará sus fuerzas a golpe de calabaza, hervida, en flanes o en puré. En cada cuadra un comité y en cada uno de ellos una calabaza.
Es como aquel cuento de H. Zumbado donde un burócrata reparte viandas equitativamente en Centro Habana, y lo hace científicamente, cuadriculando la zona y orientando la cifra exacta que ha de recibir cada manzana. Ni una más, ni una menos. Y al final, el Parque Trillo, desierto, tenía las mismas viandas que otra zona repleta de habitantes necesitados.
No es una idea muy novedosa que digamos, el difunto Delirante en Jefe, también quiso una vez sembrar café Caturra en cada patio, en todos los balcones, en fregaderos e inodoros. No se dio ni una mata, pero miles de cubanos fueron a hacer sus necesidades en otros sitios del mundo que reclamaban sus esfuerzos después de eso.
Pero con Gerardo hay que tener cuidado. Vigilará noche y día, cuadra a cuadra. Entrará de noche a jardines y parques buscando quién es revolucionario y ha logrado cultivar su calabaza. Después se sentará a hacer lo que más le gusta: un informe al mando superior.
En ese informe no habrá de faltar una nota al pie, que diga que ni Arturo Sandoval, ni Paquito D´Rivera, ni Maggie Carlés, sembraron una calabaza para ayudar al país.
*Caricatura: Omar Santana