Descanse en paz, la Rosa de Cuba

González Reinoso repasa la trayectoria de Rosita Fornés, no exenta de polémica y encontronazos con ese régimen que la vio por momentos como una amenaza o persona incómoda
Rosita Fornés
 

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Ha arribado a Cuba post mortem, y procedente de su patria natal, Rosalía Lourdes Elisa Palet Bonavia, el nombre completo y original de la insigne persona que fue Rosita Fornés.

El cadáver de la artista (que no será cremado) se encuentra expuesto en el lobby del Teatro Martí, uno de los últimos reparados por la Brigada de Mantenimiento del Consejo de las Artes Escénicas en su país adoptivo. Su estancia allí durará breves horas y luego hallará reposo definitivo en la Necrópolis de Colón.

Junto al féretro que contiene tan hermoso cuerpo expuesto y preparado para resistir la canícula insular, hacen guardia los ya no tan juveniles ministros y presidentes de cuanta organización oficial coexista en Cuba con la abulia. El historiador habanavejero, tan leal como siempre, ha estado de cuerpo presente.

El general y el presidente, seres supremos, también han pasado a saludar, dejar florecita y hasta se han permitido esnifar frente a las cámaras y micrófonos, urgentemente movilizados tras la modorra inicial que produjo -en esos predios acezantes con la próxima jugarreta de la historia- la noticia.

Ni la prensa impensada, ni los ambidextros partidarios del régimen, hicieron otra cosa que poner a Rosita en una edición lamentable y zocata de su vasto currículo artístico, cantando cada 10 minutos en todo espacio televisivo donde se mentara -como si no tuvieran otra— a “La Violetera”, un cuplé que inmortalizó la simpar Sara Montiel, en lugar de mostrarla dándole a una autóctona obra del patio, sin desdorar aquella.
 
Porque tal vez no se quería destacar la ilustre cubanidad que ella defendió a ultranza, hasta ese mismo momento.

Premio nacional de danza con un bailarín, quienes la acompañaron en algún álgido instante común han pedido a grito pelado “la creación de una cátedra universitaria donde se estudie su legado”.

Mundialmente conocida, nuestra Rosita pertenece a la lista de las intérpretes que alcanzaron prolongados éxitos fuera de Cuba (especialmente durante la primera mitad del siglo XX), bajo el embrujo y el arraigo con que habitualmente se triunfó en aquellos respetables escenarios nacionales.

Tuvo más de seis décadas de experiencia en el arte exuberante de las tablas, incursionando en la Opereta, la Zarzuela, la comedia ligera, el drama clásico, la revista musical, el cabaret, la radio, el cine y la ubicua televisión. 

En todos ellos, menos en el cine, fue premiada nacionalmente, estando para siempre atrapada de algún inconfeso modo en su “Cuba querida”. De poco le valió el arrullo de la palma ni envistiéndose de Siboney.

Porque durante más de 15 años la vedette no pudo volver al celuloide -ni en un corto-, del que hasta la fatalidad acontecida en 1959 acumulara treintena de largometrajes, por venganza expresa del comandante iracundo, quien no miraba con ningún buen ojo su amistad con “jóvenes amanerados y elvis-preslianos”. 

A Fidel Castro, cuando supo de su negativa a disfrazarse de miliciana en los primeros años del alebrestado y contradictorio castrato, le enojó muchísimo que tirara a “su revolución” entre obvios mono-cromatismos daltónicos, esos que confunden al verde con el rojo, su parco aporte a La gran estafa de Eudocio Ravines.

Pues ella, ni tarda ni perezosa, informó al entonces gris ministro que la increpaba por orden del presidente del ICAIC que “dándole respuesta” al seguimiento obcecado del barbudo: “a una vedette cualquiera, lo que le van y bien, son lentejuelas, no un tosco traje de campaña hecho con la lona de un tanque ruso”.
 
Y ahí mismo se firmó su enclaustramiento forzoso. Sin obstarle adversidad, perseveró dentro del redil cultural y jamás se marchó de Cuba. Al menos no definitivamente, hasta hace muy poco, cuando oliéndose ya la pandemia acudió a atestiguar el lento paso de los días en sitios mejor abastecidos que su apartamento habanero.

“Se permuta” (1985), comedia anterior al colosal “Papeles Secundarios” (1989), marcaron el exitoso retorno a la gran pantalla, pero jamás fue invitada a Palacio tan gran estrella. Conocidas fueron esas distancias impuestas y los rencores no manifiestos.

Fidel y ella se tropezaron cuando Wojtyla desembarcó en la hambreada Habana de 1998. Católica fervo-Rosa, la vedette besó la enjoyada mano papal antes de que el garante irrumpiera y la saludara, como si nada.

Rosa trabajó junto a los más famosos actores y actrices de su época como los argentinos Hugo del Carril, Luis Sandrini, Libertad Lamarque y Tita Merello; o los cubanos Rita Montaner, Maruja González, Zoraida Marrero, Bola de Nieve, Benny Moré, María de los Ángeles Santana y Esther Borja; y junto a los maestros Ernesto Lecuona, Rodrigo Prats, Adolfo Guzmán, González Mantici y Armando Romeu, en sus temporadas del bel canto.

Fundó la muy pionera televisión cubana en el continente, donde realizó programas humorísticos, dramáticos y líricos. Fue artista carismática, con-sol-i-dadora de extensa reputación, mantenida entre las favoritas del gran público. También es destacable su llaneza en tanto cordialidad, más allá de mitos e infundios sobre un presunto engreimiento suyo.

Su arte arribó a numerosos escenarios de Europa, Estados Unidos y América Latina. Ostentaba el Honor al Mérito, otorgado en México; la Distinción por la Cultura Nacional, y los 3 Premios Nacionales enunciados arriba, únicos en depararse a una misma persona.

Lamentablemente, el regreso de Rosita para cerrar este ciclo de fructífera y honesta vida vivida dentro del engendro inexplicable que hoy es Cuba ha desatado la polémica entre intelectuales y sectores de la cultura que abogan por un homenaje más profundo (el que se habría olímpicamente ignorado desde la oficialidad en caso de no retornar a las antípodas la diva, una vez leído el testamento) y un reconocimiento del que resultó exenta estando aún dentro, pues otorgar a Alicia Alonso (quien sí se vistió de verdeolivo para interpretar el ballet La Avanzada de Azari Plisetski, en 1963) la nominación del Gran Teatro habanero en vida sin obra más que la memorística, parecía “una afrenta inexcusable al dramaturgo y poeta suplantado”.

Las reacciones a la demanda de no cometer idéntica pifia no se han hecho esperar y quienes abogan por borrar al germano Karl Marx del recinto de 1ra y 10 en Miramar para renombrarlo con el icono cultural recientemente fallecido, por no haber sido el putón filósofo “ni artista ni marxista”, han sugerido que -por ejemplo- a La Cadena Cubana del Pan (tan deficitaria como necesaria), si es que se desea honrar a los proletarios del mundo matando el hambre universalizado marxistamente, bien podrían nombrarla Vladimir Ilich (Lenin), y de ese modo “dar continuidad” a  la tendencia extranjerizante que enseñoreó durante la “gloriosa” era anterior. Y hacer extensible también lo apellidado en esa utópica teoría tan poco o nada cubana.

Descanse en paz, no obstante la algazara, La Rosa de Cuba.

Escrito por Pedro Manuel González Reinoso

(Caibarién, Las Villas, 1959) Escritor Independiente. Economista (1977), traductor de lenguas inglesa y francesa (1980-86). Actor y Peluquero empírico. Fundador de ¡El Mejunje!, Santa Clara (1993) donde nació a Roxana Rojo. Trabajos suyos incluyen poesía, artículos, ensayos. Su personaje aparece en varios documentales del patio: "Mascaras" y "Villa Rosa" (Lázaro Jesús González, 2015-16), "Los rusos en Cuba" (Enrique Colina-2009). Fue finalista del Premio Hypermedia de Reportajes en 2015.

 

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