Chicas trans en Cuba: entre la pandemia y la escasez de condones

En Cienfuegos, ciudad marinera del centro de Cuba, hay 138 mujeres trans identificadas por la red TransCuba. Apenas 20 tienen un trabajo estable. Entre el 80 y el 90 por ciento ejercen la prostitución en la Zona Roja
Francesca, chica trans cubana de 52 años, trabaja en la Zona Roja de Cienfuegos
 

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A diferencia de la mayoría de los cubanos, Francesca nunca ha trabajado para el Estado. Hace poco limpió pisos en una casa; lo dejó porque ganaba un dólar diario y eran muchas las obligaciones. Desde adolescente prefiere ir a la Zona Roja de Cienfuegos. Allí consigue lo necesario para vivir.

Francesca es una de las 138 chicas trans identificadas por la red TransCuba en el municipio de Cienfuegos. Ni siquiera 20 tienen un trabajo estable, aunque posean las condiciones académicas. Entre el 80 y el 90 por ciento de ellas acuden a la Zona Roja.

Cienfuegos es una ciudad marinera en el centro sur de Cuba. Su bahía y los aires eclécticos de su arquitectura la han salvado de un mayor anonimato. Allí existe una Zona Roja donde solo trabajan chicas trans. El lugar resiste, como puede, a la pandemia.

La avenida Santa Cruz es un espacio de tránsito. Esta calle divide dos terminales, una de trenes y otra de ómnibus. Tras ellas hay árboles sembrados a la misma distancia. Bajo sus ramas las muchachas mantienen relaciones esporádicas con sus clientes.

A la izquierda hay una pradera verde surcada por líneas de tren, vagones azules y naranjas y almacenes semivacíos. Sobre los rieles se acumula basura y animales que fueron ofrendas religiosas. De día los niños juegan béisbol a la vez que conviven con los ruidos de los trenes. De noche todo es penumbra.

Luego de las 10 p.m.  desde cualquier esquina puede aparecer un hombre y en silencio seguirte. Su presencia te respirará en la nuca. Mientras te sigue agarrará su miembro y se masturbará. Con suerte alguna distracción lo alejará de ti. No es esta una calle desierta.

                                                           

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Francesca es delgada y musculosa; sus piernas parecen haber corrido mucho en 52 años. Sobre el pecho plano y moreno le cuelgan una cadena dorada con una cruz y tres collares de santería: uno negro y rojo del orisha Elegguá, uno blanco de Obatalá, y otro de cuentas carmelitas con rayas negras y blancas y otras de color marrón de Oyá, su santa. Cada eleke en su cuello la protege, ella cree que Cristo también lo hace.   

Tiene pocos dientes, pero solo usa la dentadura postiza en momentos especiales y trabajar es uno de ellos. Labora cuatro veces a la semana: lunes, miércoles, viernes y sábado en la esquina de las calles Odone'll y Santa Cruz, debajo de una farola.

Lo hace desde los 14 aunque cuatro años antes ya se prostituía con los chicos de la escuela donde estudió solo hasta el sexto grado. En cada trabajo estatal donde se presenta le dicen que no está calificada.

En época de lluvias, Francesca no puede trabajar. Vive en una de las cuarterías diseminadas por la urbe. En la suya, 17 habitaciones se amontonan alrededor de un diminuto patio común donde hay tanques de agua y baños privados. Los baños no ocupan ni dos metros cuadrados.

Cuando llueve, el cuarto de Francesca se convierte en un colador. La lluvia entra por cientos de huecos en el techo. 

Entonces llena todo de palanganas e intenta proteger sus únicas posesiones: tres ventiladores, dos batidoras, dos cafeteras, un reproductor DVD, un televisor y un sinfín de cacharros. El resto es un escaparate que sostiene la barbacoa. Sin él, todo el techo intermedio caería. Su mayor anhelo es tener una casa que no se moje.

Durante los meses más duros de la pandemia tampoco pudo ir a “La Casa de la Tía”, como llaman ellas a la Zona Roja. Hasta septiembre, cuando decidió volver, vivió de la caridad ajena. 

—Tengo que trabajar—dice—. Ahora mismo vinieron los jabones que son a 35 pesos cubanos (1 dólar) y no tengo con qué comprarlos. Y tengo que pagar 30 pesos de una olla.

Las ollas que acumula en muy poco espacio le sirven para guardar la comida que recalienta una y otra vez por la ausencia de una nevera donde guardar sus alimentos. Un refrigerador es muy costoso.

En Cuba la crisis obligó a los gobiernos provinciales a instaurar medidas para racionar los productos de primera necesidad. Los jabones que Francesca no puede comprar son parte de esos productos. La venta de jabón, detergente, pollo y aceite está regulada por el gobierno y el acceso a ellos es mensual y por la libreta de abastecimiento.


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A Cruella le dicen así porque solía tener el pelo blanco y negro como el malvado personaje de los 101 dálmatas. Ya no usa ese peinado, ni vive en Cuba. Ahora se llama legalmente Jocelyn y en la Guayana Francesa pasa su exilio en paz mientras se adapta a las lluvias diarias. Ella asegura que se marchó de un campo para otro, solo que en el nuevo todo es más sencillo. Pero 3299 kilómetros y un año de ausencia no borran la memoria.

—Nadie está protegido allí—recuerda—por eso andan en grupo y muy pocas están aisladas.

Con dos licenciaturas, una en Contabilidad y Finanzas y otra en Economía, ella logró ejercer su profesión. Para hacerlo ocultó su verdadera identidad. Se negó a sí misma.

Prefirió usar jeans, pullovers y recogerse en una coleta el pelo largo; aunque algunas veces llevó las uñas pintadas y labiales transparentes. Según Cruella “hay patrones sociales que no puedes transgredir y en eso consistía la clave de mi éxito”. En las noches iba a la Zona Roja porque “aquello enganchaba, era como la cocaína”.

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Channel tiene 42 años, cabellera natural teñida de rubio y senos de silicona. Antes era profesora de danza, pero descubrió que su salario mensual, unos 20 dólares, se conseguía en un solo día de prostitución en la Zona Roja.

“Lo que me pasó fue que dos más dos siempre va a dar cuatro. Descubrí que me estaba desgastando, que ganaba en un mes el mismo dinero que un solo cliente podía darme”, cuenta.

Una de sus parejas anteriores aún la ayuda con sus gastos; más ella insiste en esta vía que ejerce desde la adolescencia. Aunque no siempre acude a la Zona Roja, pues reside fuera de la ciudad. Viene cuando la falta de dinero la asfixia.

—A todo el mundo le gusta lo bueno. Los clientes se rinden cuando una es sensual—añade — Tengo un status frente a los clientes porque ellos ven que tengo senos y así mejor pagan por mí, por mi imagen y por mi expresión.

Sus precios dependen de la apariencia. Además, pretende encontrar pareja en la Zona Roja que también es conocida como una “zona de encuentro”.

—Estoy esperando acá una cosa y saco provecho de lo que aparezca. Llego a mi casa con dinero— dice riendo.

Otros espacios son conocidos en la ciudad como zonas de encuentro. Ninguno es tan famoso. Para Channel esos son una mentira.

—En el malecón y las discotecas la sociedad está pendiente, aquí no. Yo doy gracias de haber venido. La verdad está aquí...— dice en el momento en el que llega un cliente.

Durante la entrevista nadie se había acercado con alguna proposición. Al principio se niega atenderlo. “Yo escojo a mis clientes”, responde. Pero él insiste. Luego, se va con él.

 

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En el Código Penal cubano la prostitución no tipifica como delito, se condena el proxenetismo y la trata de personas. Eso no salva a las trabajadoras sexuales de sufrir arrestos por “índice de peligrosidad”. La policía las considera proclives a cometer delitos.

Sin embargo, quienes establecen los conceptos a emplear en Cuba han desterrado el término prostitución: la sociedad “socialista” le niega la existencia. Las chicas trans cienfuegueras no se prostituyen, ellas practican sexo transaccional; ellas dan su cuerpo y sus servicios por dinero, una prenda de ropa, un celular, un adorno del pelo. La semántica de la isla tiene sus particularidades.

 

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Para Francesca las madrugadas la han debilitado: “Es mucha la lucha y estoy estrope´a, la vista se me nubla, las canillas me duelen de estar de corre corre. No es cosa de juego. Hay que buscar hasta a los clientes porque a veces no vienen”.

Con la pandemia los precios y horarios han cambiado en la Zona Roja. Sobre las 11 de la noche algunas se sitúan en la cuadra entre Odone`ll y Gloria. A medida que pasan las horas, crecen en número.

Desde la Guayana Francesa, Cruella rememora que los horarios antes de su partida eran otros. Los clientes aparecían de 8 a 10 de la noche y también cuando amanecía; ahora las muchachas se han visto obligadas a correr los horarios e incumplir las medidas estrictas de la cuarentena por la ausencia de acciones gubernamentales que las protejan de la crisis.

Los clientes suelen ser muy variados y las tarifas parecen depender de ellos. Servicios que antes del COVID-19 costaban hasta 10 dólares han disminuido a la mitad del precio. Los que valían cinco ahora rondan los dos dólares. Mientras, la vida se encarece.

Chicos menores de edad, policías, funcionarios públicos, ex convictos: hombres de toda índole recurren a estas trabajadoras sexuales. Muchos no quieren pagar o dicen no tener dinero.

“Yo siempre he estado con cubanos, pepillos de 15, 16, 21, lindísimos. Yo en una noche he estado hasta con 15 hombres, a veces por dinero, a veces por placer. La carne es débil. Algunos no tienen, yo les reviso los bolsillos y si no hay dinero me doy un gustazo”, explica Francesca. 


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Francesca quisiera tener senos, poder operarse. Se compara con Channel. 

—¿Tú te acuerdas del pájaro con tetas con el que hablaste? Yo quiero tener unas tetas inyectadas de esas; pero eso es muy caro. No puedo.

En Cuba muchas chicas trans se someten a cirugías ilegales, con riesgo para sus vidas, ante la imposibilidad de acceder al listado del Centro Nacional de Educación Sexual (CENESEX), que dirige Mariela Castro, la hija del anterior presidente Raúl Castro Ruz. 

Channel no cuenta dónde consiguió los implantes o en qué sitio fue la cirugía. Dice que fue aparentemente legal y hace silencio. 

Un texto del medio independiente El Toque en 2016 aclaraba que una trans habanera obtuvo sus senos por el valor de 29 mil 250 pesos cubanos (unos 731.25 dólares según el cambio actual en Cuba). Pagó 8 mil pesos por la cirugía en un hospital del Cerro, en La Habana. La intervención quirúrgica fue totalmente ilegal.

En la isla se practican mastoplastias aumentativas (aumento de los senos) para turistas en centros especializados. El costo del programa es de casi 4 mil dólares y no incluye las prótesis; pero sí una habitación privada durante dos noches.

Ciertamente la lista de espera del CENESEX avanza a pasos de tortuga.  Desde el 2008 el Ministerio de Salud incluyó en su presupuesto las operaciones gratis de reasignación de sexo. La programación de las mismas depende de las posibilidades del país y fueron paralizadas en 2018. Solo 39 mujeres trans se han beneficiado en 10 años.

Quienes logran anotarse en la famosa lista han de someterse a una rigurosa evaluación de la Comisión Nacional de atención integral a personas transexuales, creada de conjunto con un Centro de atención a la salud integral de estas personas luego de que el Ministerio de Salud aprobase la resolución 126 en el 2008.


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En esos lugares generalmente el sexo es desprotegido. Según Francisco Pérez, presidente de la red que atiende a la comunidad LGTB+ en Cienfuegos, más del 70 por ciento de las chicas trans que practican sexo transaccional son seropositivas. Muchas se lo ocultan a los clientes para no ser rechazadas.

Las muchachas trans cienfuegueras cumplen las demandas de sus clientes a la intemperie. Varios son los sitios de consumación: los árboles de Santa Cruz, los vagones de los trenes, el patio de un gimnasio estatal por Santa Elena y las áreas del antiguo colegio de las Dominicanas Americanas en Odone´ll.

Datos oficiales indican que más de 35 mil personas han sido detectadas en Cuba con el Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH) desde 1986. Entre los diagnosticados, los más afectados son las mujeres transexuales y las personas que practican sexo transaccional.

A pesar de la sensibilidad del tema, Pérez arguye que muchas poseen baja carga viral y no transmiten el VIH por lo cual no son un peligro de infección. Una de sus funciones como activista es ayudarlas a practicar sexo seguro con la donación de condones, pero durante la pandemia los condones han desaparecido.

La isla caribeña no los produce, los importa desde otros países. Sin embargo, el consumo mensual se sitúa entre los cinco y seis millones de unidades, considerando la unidad como una caja que contiene tres preservativos.

Un equipo de trabajo de la revista estatal Alma Mater contactó, en febrero de 2020 con 106 farmacias en todo el país. De ellas, solo dos tenían condones.

Los problemas actuales parecen provenir del 2019 donde de un plan de 20 millones de unidades solo se completaron “10 millones y algo” según dijo a Alma Máter Onecys Perdomo Álvarez, directora comercial de Empresa Comercializadora y Distribuidora de Medicamentos (Emcomed); compañía que asume la distribución hacia las unidades de venta.

En el mercado negro cubano los paquetes de condones, cuando aparecen, pueden encontrarse por precios que superan los cuatro dólares. Las chicas trans de la Zona Roja, con sus bajos ingresos, no pueden acceder a ellos.

Francesca tiene miedo. Cree estar enferma; pero se niega a realizarse exámenes, aunque otras le digan que mucho la ayudaría la dieta que reciben las personas que portan el VIH. A veces no tiene nada que comer.

 —A mí me parece que tengo Sida porque yo estoy con un muchacho con el que estoy a capella— dice casi susurrando para indicar que no se cuidan—tengo miedo, pero si me hago las pruebas me mata el estrés y no voy para “Casa de Tía”. Y tengo que salir a la calle, necesito el dinero.

 

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